La Maldición de los Kaltenbrück

02- Los susurros del bosque

El conde de Caithness, indignado y desorientado, no sabía qué hacer con aquella criatura: su hija ilegítima, que lo enfrentaba con la parte más humana de sí mismo. Una parte de él —la más oculta— se aferraba a la bebé, como si pudiera redimirse a través de ella. Fuera o no fruto de un amorío sin sentido, quería conservar ese destello de vida que le recordaba a algo que nunca logró entender del todo. Pero el corazón de un noble no siempre gana la batalla. No si hay intereses más grandes que el propio amor.

La mantuvo cerca, no como una hija —como se esperaría—, sino como a una sirvienta silenciosa. Una pieza incómoda de su vergüenza. Una que esperaba vender al mejor postor cuando llegase el momento oportuno.

El egoísmo, la vergüenza y la codicia terminaron por vencer. Sumado a ello, la condesa —su esposa— deseaba con todo su ser que “esa cucaracha blanca” saliera de sus vidas. La espera para deshacerse de ella se les hizo eterna.

Las hermanastras mayores ya estaban casadas; la menor, que se había perdido cuatro presentaciones debido a su temperamento, estaba próxima a presentarse en sociedad. Y Sorcha, relegada a la cocina y al jardín, alimentaba en secreto planes de fuga. Uno tras otro, sus intentos acabaron en desastre. Nunca logró escapar más allá de los límites del castillo de Mey.

Cada vez que estaba cerca de la línea de salida, unas manos la levantaban, regresándola a su cuna. Un lugar sin salida. Se sentía incapaz de sobrepasar esa barrera que había sido impuesta por su padre.

En ocasiones soñaba con ser libre, con vivir en un lugar donde nadie temiera de su apariencia. De todos sus intentos por escapar, el último la dejó horrorizada. Por primera vez, sintió que merecía su destino.

Sabía que la vida era injusta, una consecuencia inevitable de los actos humanos. Pero jamás imaginó que unos niños intentarían arrancarle la piel. Vio la bondad y la oscuridad en sus intentos por escapar. Como esa ocasión en la que una niña del otro lado del muro se le acercó:

—Qué hermosa eres —dijo la chiquilla, subiendo al muro de piedra.

—Gracias, supongo —Sorcha no sabía si alegrarse o asustarse, pero esa pequeña persona, con el cabello recogido en dos moños, le transmitía paz.

—Yo ya puedo leer —al escucharla, le calculó siete años y pensó en todo lo que le faltaba vivir.

Sorcha, que estaba cerca de pisar el mundo exterior, se quedó sentada junto a la niña.

—Que bien por ti. ¿Y qué lees?

—Los libros que encuentro en la biblioteca de madre, aún no sé qué me gusta.

—¿Lees de todo un poco? —la niña se puso de pie.

—Creo que sí. He visto dibujos que se parecen a usted —la niña se acercó a su rostro extendiendo su diminuta mano—. Mamá dice que son hijos de la luna —susurró acercándose a su oído—. Pero madre la mayoría de las veces no está segura de lo que dice —la niña giró a ver el lugar de donde venía—. Debo irme, princesa de la luna. Madre me matará si sabe que he salido. Aunque creo que ya me andará buscando y no me esperará nada bueno. Nos vemos —se despidió alzando la mano.

Se detuvo del otro lado del bosque y se volvió a despedir.

Hijos de la luna… instintivamente levantó su rostro y se fijó en la luna creciente que apenas se veía a lo lejos. El cielo surcado de nubes grises y el sonido de unos pasos fuertes y acelerados le recordaron que ella nunca sería hija de ese astro eternamente hermoso.

Supo que el señor Draf —quien continuamente arruinaba sus planes de huida— estaba detrás de ella.

—No hables, ya sé lo que dirás —dio la vuelta y caminó por delante de él.

Cuando tenía doce años elaboró su primer plan de escape. Falló, evidentemente, pero fue en ese momento que conoció al señor Draf. Alguien que solía verse lejano y frio, pero quien más la cuido.

Sin importar las circunstancias, y sabiendo que el susodicho estuviera a unos pasos de ella, su parte favorita del día se reducía en ir al jardín. Caminar hacia el bosque, a pesar del recuerdo de los niños. Escuchar a cada uno de los animales que habitaban esa fauna encantadora le traía paz. Sentir cómo el pino silvestre, el abedul plateado y el abedul pubescente le ofrecían su aliento fresco, como si el bosque la acogiera en su seno. Le traían sensaciones ajenas de alguna vida pasada.

Si algo le agradaba de su carcelero, tendría que ser que siempre sabía cuándo dejarla sola y cuándo no. Quizá anduviese por ahí rondándola cerca, pero no interrumpía si creía que no lo ameritaba.

Sorcha cuando salía se cubría con un plaid; los rayos de luz la lastimaban. Creía que así debería ser su castigo por haber nacido. Pero ese día estaba especialmente oscuro. Así que se descubrió el rostro. Había buscado en la biblioteca de su padre el porqué de tal hecho; sin embargo, el conde de Caithness no era conocido como un lector aficionado. Su biblioteca carecía de mucha información relevante. Buscar sobre los hijos de la luna cada vez se le hacía más desalentador.

Hasta que, en el año de mil ochocientos treinta y seis, todo cambió. Con veinticuatro años, en el bosque, se encontró con un hombre que iba a caballo. Un palpito estremeció todo su alrededor. El llamado de lo olvidado estaba desencadenándose a su alrededor. Las hojas de los árboles se inquietaron, las aves se detuvieron y la brisa se ralentizó.




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