Nikolaus estaba furioso. Era conocedor de que, de algún modo, lograría llevarse consigo a Sorcha Fraser o Campbell como ahora era el caso. Después de todo por eso había iniciado esa búsqueda de la mano de su mejor amigo Anselm von Lichtenthal y del señor Manfred.
Su malhumor no se debía al viaje, ni al deber, sino al desgraciado del conde de Caithness.
—Si he entendido bien, necesitas una esposa y la quieres a ella. —La conclusión del conde le parecía demasiado pesada. Le molestaba y había sido Nikolaus quien la insinuó. Ese hombre, que no la veía como a una hija. Estaba tan necesitado de dinero que no pensó ni por un instante que entregarla de una forma tan cruel y fría, podría ser desgarrador para ella.
—Si necesita tiempo, está bien. Quizá deberíamos encontrarnos un par de veces —la idea no lo convencía. Sin embargo, optó por parecer sereno.
—Pueden marcharse ahora. ¡Milk! —un hombre vestido completamente de negro entró al instante—. Manda a llamar a Sorcha —hizo una reverencia y se marchó rápidamente.
En ese instante, el rostro del bosque tenía un nombre y rememoró por un pequeño lapso el encuentro. El temor a lo incierto que reflejaban sus ojos y la suplica que ocultaba en ellos. Esas iris tan encantadoras e hipnotizantes que le recordaban a un pasado distante. Quería regodearse en ellas. Perderse hasta consumarse en su alma.
Todo se detuvo en el instante que las puertas se abrieron y la vio, su mirada no era la misma. Justo cuando, al llegar a la biblioteca, la arrojaron hacia él, como si fuese un saco de harina. Sin palabras de afecto. Sin un roce de cariño. Se maldijo por su egoísmo. No hubo presentaciones, como si las normas básicas de etiqueta no importaran frente a ella.
De la boca del conde no salió palabra alguna que fuera dirigida a Sorcha. Solo firmó los papeles y la entregó. La necesitaba. Tanto para apaciguar las insistentes solicitudes de su tía de tener a una esposa, como para arrancar de una vez por todas la maldición.
Sorcha ni siquiera volteó a ver el rostro de su padre. Quizá sabía que ese hombre, lo único que había deseado de ella, al fin lo tenía.
En el trayecto de camino a la provincia de Rin en el Reino de Prusia. No conseguía llegar a dirigirle la mirada. Se sentía poco merecedor de su atención. Notaba cómo ella, por momentos, lo veía de reojo, pero rápidamente volvía la vista hacia el horizonte.
El sol se ocultaba lentamente, dejando entrever un cielo anaranjado y morado con un tono gris más fuerte que el resto. Observar las nubes se sentía casi como percibir la misma intensidad de las iris de su futura esposa. Algo curioso ya que desde el día que llegó había sido testigo del intenso frio y la oscuridad que inundaba Escocia. No creía que, al verla por primera vez, su presencia lo haría sentir tan cohibido.
Sorcha, por el contrario, se sentía dolida. ¿Cómo podía su padre traspasarla como si fuera un bien? Creía —o quería creer— que la amaba. Muy en lo profundo de su corazón se aferraba a la idea de que había al menos un atisbo de cariño por ella. Pero las circunstancias lo desmentían con crudeza.
Ahora se encontraba en un carruaje demasiado incomodó con un prometido excesivamente anónimo. La carrosa no era precisamente rústica, sino más bien, que ella no estaba acostumbrada a viajar y menos tan lejos de esa casa. Aun así, fue inevitable no recordar cada media hora la forma en la que todo sucedió.
—Milady, el conde solicita su presencia en la biblioteca —se sorprendió.
Creía que su padre la había mandado a llamar por la salida de esa tarde. Pensó en las posibles respuestas, pero nada la podía sacarla del temor que sentía.
Al estar frente a las enormes puertas. Tocó. No se escuchaba ruido alguno proveniente de la habitación. Abrió. De un momento a otro se quedó inmóvil. El joven que estaba parado frente a su padre era el mismo que había visto en el bosque unas horas antes.
Fue precisamente ahí que recordó las palabras de Ailsa y su advertencia.
“Quien se iría de esa casa sería ella”.
Su padre simplemente le alzó unos papeles y ella los tomó con las manos temblorosas. Las lágrimas advertían que saldrían como un torrente si no se contenía. La única persona en quien quería confiar, finalmente la estaba vendiendo. Se libró de ella como siempre había deseado. De la forma más cruel posible. Un matrimonio del que no quería ser parte. Verle el rostro a ese hombre ya no valía la pena. La rabia que dirigía hacia ambos casi se acoplaba al mismo nivel.
Sus piernas no le respondían. Los pocos pasos dados no la llevaban a ningún lado. Ambos hombres salieron de la biblioteca, dejándola sola para que asimilará la situación.
Se sobresalto al encontrarse a Ailsa escondida.
—Llévame contigo, puedo meterme en una maleta —Ailsa que había presenciado todo detrás de las escaleras del segundo nivel de las estanterías, se aferraba a Sorcha—. Soy consciente de mis actos, pero te lo ruego, por favor.
Las lágrimas de ambas hermanas —o hermanastras, como solían pensar cuando reñían— estaban surcando completamente sus rostros.
—No puedo hacer eso, crees que tu madre lo tomará bien. Me culpará y seguramente me querrá asesinar.
—Dejaré una nota, seguramente ni lo dedujera. Podemos salir de aquí por fin y ser libres de ellos.
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Editado: 28.11.2025