Sorcha estaba fascinada con la vista que se alzaba ante sus ojos. Veía las estrellas, unas de color rojos y otros azules. El cielo se mostraba de un azul que la hacía perderse en su inmensidad. Se sentía diminuta ante tan grandiosa extensión de universo. Apreció el aire que inundaba la habitación. La fragancia de las flores que adornaban el diván era exquisita.
Su primera noche fuera de las murallas de su infierno, no iba mal. Esa parte se sentía como una muestra de libertad. Estaba casi segura de que el hombre que la había llevado con él, la ayudaría. Como una esperanza que refulgía en su interior. No obstante, no estaba segura de sí esperar y confiar en ese desconocido le resultase efectivo. Quería adentrarse a un nuevo futuro. Uno que le parecía desconcertante e inquietante. ¿Se debería permitir bajar la guardia ante alguien ajeno? Lo más sensato era que no, intentarlo tampoco estaba mal.
—La comida milady —anunció la joven que antes estaba en el mostrador. Sorcha abrió la puerta y la dejó pasar. El olor a estofado hizo que su estómago repiqueteara. Las patatas junto a la carne lucían apetitosas.
—Muchas gracias —La joven la vio extrañada—. Puede retirarse —formuló con dificultad al ver que la seguía viendo con asombro.
—Es usted peculiar —No supo qué hacer. Pensamientos oscuros se enredaron en su mente—. Descuide, no es la primera que veo… a personas como usted me refiero, blancas como la nieve. Aunque si me parecen particulares debo admitir —Sorcha intentó detenerla con demasiado ahínco al escucharla.
—¿Ha conocido a personas como yo? —la idea de no ser la única le encendió una chispa de esperanza y recordó a la niñita del muro. La camarera sintió el agarre como una amenaza, pero rápidamente se relajó al fijarse en la desesperación que rodeaba la pregunta.
—Por supuesto, hay muchos hijos de la luna, en el camino a más de alguno se topará.
—¿Hijos de la luna? —murmuró Sorcha. Había buscado incansablemente acerca de eso, pero no encontraba nada.
—Así se les dice milady, por lo claro de su piel y sus ojos siempre distintos al del resto —nomás contestar salió de la habitación. Intentó calmarse. No hubo gritos, ni insultos ni rasguños. “No hay de que temer” recitó para sí. Sin embargo, las palabras resonaban en su cabeza. No quería guardar una falsa esperanza, pero el hecho de que hubiera más personas como ella la emocionaba. Unos golpes en la puerta hicieron que se olvidara de lo ocurrido.
—Me han informado que la cena ya está aquí —saludó Nikolaus con una inclinación de cabeza, mientras se quitaba el sombrero y lo colocaba en su pecho. O al menos ese nombre fue el que leyó en los documentos que su padre le extendió sin más. Suspiró. No se había dado cuenta en qué momento contuvo el aliento.
—Aún no la he tocado —Sorcha no sabía qué más decir. Nikolaus tiró de una silla y se sentó en el otro extremo de la mesa. Ella lo imitó y se sentó frente a él.
El silencio que reinaba la habitación era acuciante. No pudo evitar notar que él no se quitaba los guantes. ¿Tenía alguna clase de enfermedad en la piel? En ese momento recordó el aroma. Sorcha quería comprobar si el olor que había sentido emanaba de él.
Fijó su vista a su alrededor. No había velas aromáticas. La ducha que se vislumbraba solo contenía lavanda. Regreso a observar a Nikolaus. Noto como con cada bocado que se llevaba a la boca, su mandíbula se tensaba. Su cabello rizado llegaba hasta sus hombros y de un color oscuro, no lo llevaba peinado como hacía unas horas en la biblioteca de su padre. Sus labios, una mezcla entre rosados y pálidos, con el arco de cupido resaltándolos de forma seductora. En los libros que leyó acerca de alemanes, los describían como con un estilo más pálido y rustico. El no encajaba con la idea de un hombre alemán que ella tenía. Parecía ser más un hombre de Londres que uno del reino vecino.
—Debería cenar en lugar de verme como si no hubiera un mañana —sentenció, sin mirarla en ningún momento.
Sorcha bajó la cabeza imitando la posición de él. Sentía que sus mejías ardían, pero su curiosidad era más fuerte que el sentimiento de ser atrapada.
—¿No le parezco una abominación? —preguntó Sorcha, con un coraje que no sabía de donde lo había cogido. Nikolaus no contestó de inmediato. La luz del farol apenas alcanzaba a delinear su perfil—. No lo juzgo si ese fuera el caso. Las personas le temen a lo desconocido. Aunque si me compró, porque hemos de llamarlo así, una compra. Usted no es diferente al resto, ni siquiera a mí —agregó al ver que no contestaba.
Las palabras, cada una de ellas fueron dichas con indecisión y dolor. Sacó el reproche que se guardó y que no pudo decirle a su padre. Sus nudillos ardían por haberlos empuñado. La fuerza que ponía en ellos fue desgarradora. Era lo que le daba la motivación para seguir.
—Supongo que tiene razón. Ninguno de los dos somos especiales. Solo somos dos crías distintas —Nikolaus ya esperaba que hablara. Tarde o temprano dejaría de callar. Sus ojos se lo decían. Ella estaba al borde del colapso y él le ayudaría. Necesitaba que al final ella lo salvara, solo podía hacerlo si ella estaba con él.
—¿Qué lo diferencia del resto? Es su cuerpo el que esparce el olor a ricina. ¿No es así? Quizá después de todo siempre existen las anomalías en la tierra y por esa razón me adquirió —al escucharla, Nikolaus apretó los labios y su ceño se frunció muchísimo más de lo normal.
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Editado: 28.11.2025