Un corazón palpitante. Eso creía Annuncia que era el repiqueteo en sus oídos. Después del beso con Enediel, la euforia la desbordaba. Se repetía que no era la primera vez. Que ya lo había hecho antes.
Pero cuando hay una conexión que los hace girar eternamente uno alrededor del otro, ya sea por el eco de un origen en común o cualquier otra razón. Si sus órbitas o como ha sido el caso. ¿Cuál podría ser el resultado? ¿Unión o aniquilación?
Aunque, en el fondo, sabía que la respuesta era obvia. Annuncia encontraba poético el principio de una aniquilación.
Ya se tocaron, se rozaron y se conectaron. ¿Por qué no seguir con una letárgica aniquilación?
Se sentía nerviosa y confundida, sin importar las reglas, buscó a Enediel. Quizá lo que sea que tuviera similar a la vida, ahora tendría un objetivo.
Al verlo sentado en calma, contemplando un Lignum aloes, la ansiedad la invadió.
—Hola —saludó tímidamente.
Enediel se giró. Su mirada, fría y contenida, bastó para que Annuncia dudara de lo vivido.
Por un instante creyó haberse imaginado todo, haber soñado con manos que no debían tocarse.
—Hola —respondió con un tono de voz neutro.
—¿No ha habido sufumigación?
—Las personas ya notaron que soy más ira que hallazgo —bromeó. Annuncia sonrió, con mil emociones invadiéndola al verlo sonreír.
—La madera de agar es purificadora.
—No necesito que me convenzas de que soy algo bueno.
—En lo absoluto. Pero es una verdad sabida —se sentó a su lado, recogiendo las piernas y apoyando el mentón en sus rodillas como hacía desde tiempos remotos.
Enediel la observó en silencio. Esa postura suya, esa forma de habitar el mundo como si pudiera escucharlo respirar… siempre lo había desconcertado. Y ahora esa misma mirada estaba dirigida hacia él. Pero no debía flaquear. No podía. No cuando ella representaba todo lo luminoso que él nunca sería
—Si me dieran a escoger el humo con el que me invocarían, yo desearía que fuera el de la ricina.
—¿Por qué? ¿Quieres que mueran en el intentó de llamarte? —Annuncia fijó su vista en la flor de ricina, roja y puntiaguda que se movía a lo lejos. Como un diente de león.
—No es eso. Los talismanes a veces vienen acompañados de suplicas que no puedo cumplir. ¿No deberían saber ya, que soy lo peor para contraer un matrimonio?
—Aun no entiendo por qué la ricina —insistió Enediel.
—Es solo que… esa flor me atrapa. Como si guardara una verdad que nadie quiere ver.
—El todopoderoso ricino —Annuncia creía que si era la peste entre las peticiones del matrimonio. ¿Cómo podría estar con Enediel?
Pero ambos eran lo mismo. Si las personas querían casarse no debían invocarlos. Todos creados para razones específicas. Sucumbir ante el deseo no debía ni siquiera estar como una idea en sus cabezas.
—¿Podemos besarnos? —su voz tembló. No de miedo, sino de certeza rota.
—Yo… no creo que sea buena idea —Enediel se levantó de golpe. La indecisión lo atravesó como un filo.
—Ya lo hemos hecho… ¿Qué diferencia habría ahora? — Annuncia también se puso de pie, como si su cuerpo la moviera antes que su mente.
—Si nos ven…
—Todos lo hacen y ya lo hicimos —Annuncia percibió la confusión de Enediel y el valor se corroía—. Lo entiendo, perdón… yo creí que… olvídalo.
Apenumbrada, caminó con torpeza, como si la urgencia le pesara en los pies.
—Sí lo entendiste —susurró Enediel.
Y entonces, sin más resistencia, avanzó hacía ella y se postró ante sus deseos.
Los labios de ambos se encontraron en un roce temeroso, casi reverente. Fue un gesto leve, pero suficiente para silenciar el viento, las ramas, y el murmullo antiguo de La Nada.
La tensión entre sus cuerpos no era del tipo que quebranta, sino del que ata. Como cuerdas invisibles tendidas entre dos voluntades que siempre habían pertenecido la una a la otra.
Annuncia entre confundida y exaltada solo seguía lo que su cuerpo le pedía. Acarició su cabello. Ese caballero de armadura rota. Más como un rey destronado que coronado.
Enediel inclinó el rostro hacia el hueco de su cuello, como si hubiese encontrado allí un lugar creado para él.
Aquella intimidad no necesitó palabras ni caricias desesperadas; bastó el aliento, la cercanía, la promesa silenciosa de un destino compartido.
—Podría quedarme así toda la eternidad —susurró Enediel.
No necesitó respuesta. El suspiro de Annuncia bastó.
Él la sostuvo con una delicadeza que contradecía todo lo que era. No como alguien que reclama, sino como quien por fin encuentra un lugar donde descansar.
Todo lo que los afligía cuando estaban lucidos, lo olvidaban al encontrarse.
Ambos se acariciaban sintiendo el tacto sobre su piel.
El viento seguía ahí, furioso, pero ya no lo escuchaban. Las ramas crujían, pero parecían lejanas. Como si el mundo hubiera decidido hacerse a un lado para no interrumpirlos.
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Editado: 28.11.2025