La Maldición de los Kaltenbrück

07- No es el olor de la muerte, es el de Nikolaus.

Sorcha sentía demasiado frío. Instintivamente se giró hacia la ventana, aún abierta. Desde allí, logró ver a Nikolaus durmiendo en el diván. No había visto hombre tan oscuro. Eso ya era decir mucho: su padre, con todo desprecio, ya le parecía una sombra del mismísimo diablo. Pero Nikolaus de una forma distinta. No era la crueldad en su rostro lo que lo volvía temible, sino el peso de su silencio. Su figura, incluso en reposo, parecía tensa, como si luchara constantemente contra algo dentro de sí. Y, sin embargo, sus ojos, cuando los abría, un vacío absoluto se reflejaba en ellos.

Un pequeño chubasco se asomaba en el horizonte. La lluvia comenzaba a colarse entre las nubes con trazos de luz. Esa visión la devolvió a la realidad. Se calzó los botines y se acercó a la ventana. Tal vez si la cerraba, tanto él como ella dejarían de temblar.

—¿Qué hace, señorita? —se sobresaltó al escucharlo. Dedujo que a eso se debían sus ojeras. Probablemente no dormía del todo. Sus ojos tenían el peso de un insomnio viejo—. Puedo sentirla.

Nikolaus, percibía el calor de Sorcha. El olor a jazmín que desprendía su cuerpo, lo incitaba a acercarse a ella tanto como alejarse.

—Consideré que podría tener frío, disculpe si he interrumpido su sueño. Yo… tengo mucho frío —con la vacilación de Sorcha, Nikolaus se sintió culpable. Si tan solo no cargara con esa maldición, ni siquiera estarían allí, pero era peor que muriera por la ricina que por el frío.

—Vuelva a dormir, aún falta para que amanezca —dijo a penas en un susurro.

—Es que yo suelo levantarme a esta hora señor, ya casi amanece —respondió con suavidad. En la casa de su padre, ella tomaba el papel de una criada de lujo. Quizá con un rango elevado, pero criada al fin. Aun así, tenía obligaciones. Especialmente en la cocina.

—De ahora en adelante no tiene por qué ser así —dijo él, cubriéndose la cabeza con la manta. Esa gesto le indicó a Sorcha que la conversación había terminado.

Pero para Nikolaus ese solo fue un acto para alejarla. Su cercanía lo alteraba, deseaba más que nadie que las cosas no fueran precipitadas ni obligatorias, pero él solo era una persona cobarde y maldita.

Probablemente quería dormir. El cansancio visible en su rostro. Su mirada sin brillo y los parpados vencidos se lo confirmaban o al menos eso quería creer Sorcha.

Aunque regreso a la cama, no logró conciliar el sueño. Cuando hubo amanecido y el sol ya se encontraba sobre ellos, partieron rumbo a Londres en tren. Sorcha ocupó una cabina sola; Nikolaus la contigua. No cruzaron palabras durante todo el trayecto.

Y como Sorcha nunca había viajado en tren todo le intrigaba. Estaba descubriendo tanto y tocando tantas cosas que no lo creía posible.

Veía a mujeres tomadas del brazo de sus esposos, acompañadas de hijos bien vestidos. Tal vez eran de clase media: no parecían ricos, pero sus ropas no estaban desgastadas. Veía señoritas junto a sus doncellas ruborizándose por como compartían miradas recriminadoras con personas del sexo opuesto. Todos parecían felices y encantados, esperando quizá lo que les esperaba al finalizar el trayecto. Ella también se sentía así. Lo inimaginable y el descubrimiento de cosas nuevas saciaban su felicidad.

Una vez que llegaron al Canal de la Mancha, se detuvieron en un minimercado, esperando a que empezarán a abordar. Lo que Sorcha había imaginado leyendo no se comparaba con la realidad. Todo era magnifico. Podía sentir los distintos olores que emanaban de cada calle por la que pasaban. La brisa salada del mar pegándose a su cabello, a pesar de ir cubierto. Su cabello se impregnaba del entorno como si deseara absorber el mundo del mismo modo que ella también lo quería.

De su ensoñación la saco la vacilación de un niño que se aferraba a su falda. Se sobresalto. Recordó a los pequeños niños del bosque que una vez la hirieron. Había leído sobre la maldad que habitaba en el alma. Esa nube que cubría el espejo de sus corazones desde tan corta edad. Ella constantemente se hundía en su dolor, sin fijarse en la vida de los demás. Pero había cosas más desgarradoras. No tener comida en su mesa cuando debería. No tener un techo bajo el cual refugiarse. Esas eran las razones que probablemente habían influenciado en la vida de esos niños. Los tenía presentes. No olvidaba las semejantes atrocidades que hicieron y dijeron.

Y aún lo recordaba vívidamente. Ese día el miedo se apoderó de ella. Sus piernas no respondían. Incluso el cielo, cubierto de nubes espesas, parecía advertirle que no habría salida.

—¡Mátala, es una rata blanca! Mamá dice que, si vendemos su cuerpo, nunca más pasaremos hambre —dijo el niño mayor.

Intentó retroceder, pero fue inútil. Los cuatro la rodearon.

—La zorra entiende —musitó el niño más pequeño, con los ojos encendidos de desprecio—. Tienes un aspecto espeluznante. Seguro ni se atreve a mirarse al espejo.

—Yo… les daré lo que necesiten. Déjenme ir a casa, traeré lo que pidan —suplicó. Pero los niños, consumidos por una rabia que no sabían nombrar, negaron con resoplidos y carcajadas cargadas de crueldad.

—Tú no impones las reglas, somos nosotros —escupió uno, antes de clavarle el cuchillo. La herida pulsaba de forma errática. Iba a morir. Estaba segura de ello. Se sentía perdida, la opresión en el pecho no la dejaba concentrarse en nada. Lloró, por todo lo que nunca hizo, por todo lo que sufrió y porque su padre nunca la amó. Las puertas de la muerte se estaban abriendo ante sus ojos y no sabía cómo evitarlo; sin embargo, una voz la despertó del terror que la acorralaba.




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