La Maldición de los Kaltenbrück

10- Los ojos en las paredes

Al bajar del carruaje y descubrir su rostro, Sorcha se sintió expuesta. La lluvia iba intensificando su marcha y le sorprendió que las personas siguieran paradas bajo lo que parecía avecinarse. Las dos filas de personas la observaban con asombro. ¿Qué había llamado su atención? ¿Acaso había sido su piel? ¿sus ojos? ¿su cabello, quizá? Instintivamente giró la cabeza hacía Nikolaus. Él no la miraba, sino que veía a una señora en particular, que estaba en medio de ambas filas. La saludo con una inclinación de cabeza con una expresión difícil de describir, casi perversa.

—Ellos serán tu nueva familia —dijo él. Sus cejas se arquearon en una invitación a caminar con él—. Ella es la señora Rosster, nuestra ama de llaves —Sorcha intentó sonreír. La señora, algo robusta y morena, le devolvió una sonrisa cálida que le llegó hasta los ojos. Pero ahí fue cuando lo percibió. Esa señora hacía que su piel se erizara.

—Mucho gusto. Mi nombre es Sorcha Fraser —dijo intentando disimular su miedo, le extendió la mano, pero la señora Rosster volteó a ver rápidamente a Nikolaus antes de responder. El ama de llaves tenía un broche con forma lunar.

—El gusto es mío, milady —tras un leve asentimiento de cabeza por parte de Nikolaus, la señora Rosster tomó su mano. Como si hubiese pedido permiso para tocarla. Aquello le incomodó a Sorcha más de lo que estaba dispuesta a admitir y al sentir su tacto se sentía como si quemará su piel.

—Esa de ahí es la condesa viuda de Eltz, mi tía —añadió Nikolaus. Sorcha hizo una reverencia casi impecable. No esperaba que él tuviera familia. ¿Qué razón habría para presentar primero a la ama de llaves que a su tía? Aunque lo sospechaba. La mujer la observaba con desprecio.

—Bienvenida —pronunció la condesa con voz melosa, pero su expresión decía lo contrario. Había una desolación profunda en sus ojos, como si su alma estuviera demasiado perdida como para apreciarla a ella. Sorcha sintió que esa bienvenida no era más que una condena envuelta en seda.

—Y bueno, a él ya lo conoces. Es nuestro mayordomo, Manfred—continuó Nikolaus, señalando al hombre que los había acompañado durante el viaje. Vestía ahora un traje negro elegante, muy distinto al que llevaba unas horas antes. Desde que lo conoció se percató que siempre olía a incienso.

—Es su confidente —murmuró Sorcha, más para sí que para ellos. Pero no lo suficientemente bajo, ya que todas las cabezas se giraron en su dirección—. Es un gusto presentarnos como se debe —corrigió o al menos eso intentó.

—Descuide, milady —manifestó Manfred, con una mirada lobuna que la hizo estremecerse. Sabía mucho más de Nikolaus que todos los presentes y eso la incomodaba.

El carraspeo de la condesa rompió la tensión. Sonaba enferma, muy enferma. Se tambaleó un poco, y Sorcha, por instinto, intentó sostenerla.

Nikolaus se molestó. En apenas cinco minutos, ella ya había tocado a dos personas… Cuando él no podía ni rozarla sin consecuencias. No es que deseara tenerla, se repetía a sí mismo, pero le molestaba que lo único que él tuviera fuera imaginar cómo se sentiría la piel de Sorcha en la suya. Era contradictorio, sí. Lo sabía muy bien.

No le importa para nada su tía, pero el linaje era más importante que los sentimientos. Aún no sabía cómo haría para que todo saliera según lo planeado. ¿Cómo tocarla sin destruirla? Porque una vez que cruzaran el umbral, ya no habría retorno.

***

Los preparativos de la boda llenaban el castillo de pasos apresurados y voces contenidas. Solo la novia permanecía ajena, encerrada en su nueva habitación. Al menos esta vez le agradaba el lugar. Las paredes de un morado lila, casi traslúcidas como sus ojos. Los acabados que tenía la cama de madera, impresionantes. Simulaban espinos de rosas y figuritas tan diminutas, que para distinguir que simulaba cada una debía acercarse. Quería creer que esa habitación había sido hecha para ella, que la había estado esperando por años. La vista inmejorable. A través de los ventanales enormes podía vislumbrar el inmenso bosque, el rio e incluso una pequeña casa a lo lejos. No deseaba más que vivir en esa casita, que aparentaba calidad y tranquilidad.

Abrió el armario que estaba cerca de una puerta. En el armario había bastantes vestidos sencillos pero hermosos. Las telas empezaban en una escala de blanco y terminaban en un color crema. No había colores llamativos y los vestidos no eran como los que solía usar. Ni siquiera parecían vestidos de paseo, noche o de fiesta. Casi se asemejaban a los camisones de dormir.

—Un gusto extraño pero elegante el del señor.

Al caminar a la puerta extra que había en la habitación sintió curiosidad. Si bien la puerta por la que entro estaba en el otro extremo de la habitación, no sabía hacia donde conducía la otra.

—¡Dios! —dijo con voz ahogada. Volvió a cerrar la puerta. ¿por qué abría una puerta que conducía a otra habitación? La intriga que sentía pudo más que su raciocinio que le decía que no lo hiciera. Al meterse de lleno a esa habitación se percató que era totalmente lo opuesto a la suya. Aunque a pesar de ser diferentes ambas se mezclaban y contrastaban bien.

Las paredes pintadas de un gris claro distaban de cualquier adorno. La cama sencilla y las sábanas que la cubrían era negras. Se acercó al armario y vio ropa de hombre. Esa habitación tenía que ser la de Nikolaus. ¿Los esposos no duermen juntos? No estaba segura. En casa su padre no dormía con la condesa, pero todos sabían la razón. Ellos no se llevaban bien.




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