La Maldición de los Kaltenbrück

16- Magnetismo molecular: σ y σ* la resonancia de dos extremos

El clima parecía demasiado alegre para un día en que la muerte aún respiraba entre los muros del castillo. La luz se filtraba con un brillo extraño, como si cada piedra vibrara con una energía que ella no podía nombrar… o no quería hacerlo.

Sorcha sintió que algo en aquel lugar pulsaba. A veces parecía atraerla; otras, empujarla lejos. Como si dos fuerzas opuestas convivieran bajo el mismo techo—una que estabilizaba y otra que descomponía.

Y Nikolaus… siempre en medio de ese vaivén. A ratos se acercaba como si su sola presencia la completara; al instante siguiente, se replegaba, rompiendo la armonía que él mismo había creado sin darse cuenta.

Quizá por eso Nikolaus fluctuaba entre un hambre inexplicable por ella y un rechazo tan gélido que le helaba el pecho.

Las palabras de la condesa fallecida seguían clavándose en su mente, como un recordatorio de que nada en él era tan simple como parecía.

Dos semanas habían pasado desde su último encuentro. Dos semanas en que él se desvanecía al amanecer y regresaba cuando la noche ya había cerrado los caminos.

Llevaba en la piel el olor del bosque, como si cada ausencia le añadiera una sombra nueva.

Sorcha sintió de pronto que, si no lo enfrentaba, esa inestabilidad acabaría por consumirlos a ambos.

“Respira, Sorcha.” se repitió mientras empujaba la puerta del dormitorio de Nikolaus.
El vacío la recibió como una bofetada helada. La habitación estaba intacta, pero algo en el aire había cambiado. Las cortinas, inmóviles. La chimenea, apenas encendida.

El olor a tormenta retenida… idéntico al que él dejaba cuando reprimía sus impulsos.

Sorcha avanzó con cautela, como si el suelo pudiera quebrarse bajo sus pasos.

No había rastro de él. No una nota. No una prenda fuera de lugar. Nada que insinuara que había dormido ahí la noche anterior.

—Otra vez escapando… —susurró, sintiendo cómo la frustración golpeaba más fuerte que el miedo.

Se acercó a la ventana. La neblina cubría los jardines como un sudario, y por un instante creyó ver una sombra —alta, oscura— atravesar el patio a paso rápido, casi demasiado rápido para ser humano.

Su corazón dio un vuelco.

No podía seguir viviendo en ese péndulo: entre el hombre que la miraba como si la deseara más que a la vida, y el ser que al instante siguiente la expulsaba como si temiera devorarla.

Un imán dividido… y ella atrapada justo en el centro.

Sorcha apretó las manos. No podía seguir esperando a que él decidiera si la quería cerca o lejos, viva o muerta, suya o ajena.

Había llegado el momento de obtener respuestas. Caminó hacia el pasillo, dispuesta a enfrentarlo… o a abandonar ese castillo antes de que la consumiera.

Pero antes de dar el segundo paso, la figura oscura y alta la detuvo.

Él sostuvo su antebrazo, y en ese mismo punto ella sintió el frío de la cuerina. Ese pequeño acto le confirmó aún más que había barreras que ninguno de los dos quería sobrepasar.

—No sé qué puedo hacer con esto —susurró junto a su oído. Sorcha sintió el roce tibio de sus labios en la nuca, aunque sabía que incluso eso era una engañosa impresión: entre ellos nunca habría tacto real—. Podría matarte.

La sangre se le heló.

—Y Dios sabe que no me lo perdonaría —añadió con voz ronca. El aire cálido de su aliento contrastó con el frío de la habitación.

Entonces lo reconoció totalmente. El aroma inconfundible a ricina envolvió su piel.

—¿Nikolaus?

—Quiero… quiero reconocer cómo se siente el calor humano —murmuró, acercando su frente a la de ella sin tocarla—. Sentir tu piel junto a la mía.

Sus ojos parecían un abismo de dolor y deseo contenido.

—Pero no lo haces —respondió Sorcha en un hilo de voz—. No me tocas. No hemos cumplido ni siquiera con el primer deber de esposos.

—Yo no puedo —susurró él, en un gemido tan leve que parecía romperse en el aire.

—No quieres.

Él inhaló bruscamente, como si le hubieran clavado una daga.

—Claro que quiero. Sería un necio si no deseara tenerte en mi cama día y noche… tocarte, al menos rozar tu piel, sentir tu calor.

—Entonces habla con la verdad, Nikolaus. Eso es todo lo que te pido.

Él negó lentamente con la cabeza.

—No lo entenderías.

Abrió la puerta hacia la recámara de Sorcha y dio un paso atrás.

—Debes dormir.

—No —Sorcha lo siguió—. Hoy dormiremos juntos. Quieras o no.

—No puedes decidirlo tú sola.

—¿Y cómo quieres que cooperemos si nunca dices nada? —su voz temblaba, entre rabia y tristeza—. Me buscas… y luego nada. Yo pensé que esto… que nosotros… no sería tan malo.

La mandíbula de Nikolaus se tensó.

—Si crees que no lo hacemos porque no me gustas… estás equivocada.




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