La Maldición de los Kaltenbrück

20- Las jaulas del eco

Un golpe seco en la nuca dejó a Ailsa inconsciente. Sorcha, que empezaba a recobrar la conciencia, intentaba mover sus manos, pero sus músculos no respondían. Palabras lejanas la llevaban a un pasado que no reconocía, “Tu sangre será nuestra”. La voz de una anciana le erizaba la piel.

—El despertar de su alma debe ser ahora —dijo otra vez—. Class, no nos sirve si no recuerda. Ese nombre… Sorcha quería abrir los ojos, pero se le dificultaba. Sus párpados se sentían pesados, pegados entre sí. Un hilo de luz le rozó la visión y el ardor fue insoportable. Su cabeza palpitaba en las sienes. La voz masculina la sobresaltó.

—No tenemos mucho tiempo —¿era una voz conocida?

Recuerdos de un joven pálido y escuálido atropellaron sus pensamientos… “Hueles a pecado”. Imágenes rotas la invadieron: la feria, la carpa, Manfred, Ailsa…

—¿Ailsa? —su propia voz le rasgó la garganta.

—Al fin despiertas, Annuncia —dijo la anciana. Ahora lucía distinta, nada que ver con la mujer que la atrajo a la carpa. La señora Rosster se alzaba imponente con fastuosidad.

—Suélteme… ahora —murmuró. La mirada de Sorcha se movía entre la señora Rosster (ama de llaves) y el hombre de la máscara de hueso que le recordaba al señor Manfred—. ¿Class? ¿Es usted?

—Así es, recuerda, mi niña.

Su vista aún no se adaptaba a la oscuridad. Las velas apenas trazaban siluetas. Pero por razones desconocidas ese nombre la atormentaba.

—¿Dónde está Ailsa?

—Sabine Kaltenbrück es su verdadera esencia —sentenció la anciana—. Dejen de fingir que no recuerdan. Un alma marcada nunca cicatriza.

Ailsa —o Sabine— yacía sobre una cama de roca inclinada. Su cuerpo no importaba tanto como lo que escondía en su interior.

—Están equivocados. Nosotras ni siquiera pertenecemos a este lugar. ¿Conocen Escocia? ¡Somos escocesas! —Sorcha gritaba, y el dolor de su rostro se volvía una satisfacción para la señora Rosster.

—Veo que tu altanería ha desaparecido. Ya no eres más que una simple mortal —susurró la anciana.

—Por favor… déjenos ir. Solo quiero saber dónde está mi hermana.

—Tú la trajiste aquí. Lo hiciste antes, y lo hiciste ahora.

Las palabras pesaban. Sorcha comenzó a culparse por haber insistido en seguir a Nikolaus. no imaginaba que acabaría en manos de personas que ya habían perdido toda lucidez.

—¡Mira! ¡Que voltees, te ordeno! —Class atrapó su rostro con una rabia helada, levantándola a su altura—. ¿Ves lo que has hecho? Sabine va a morir, por los pecados del pasado y por los del presente.

—Ella no es Sabine. ¡Se los juro! ¡Por favor! —Las lágrimas le nublaban la vista. Todo se veía borroso, como un sueño sucio del que no podía despertar.

—Su sangre. Dale de beber —ordenó Rosster. Class asintió con una reverencia oscura.

Tiró a Sorcha sin piedad. Removió una bolsa y extrajo una daga reluciente.

—Hace cuatrocientos años también la usé. Esta vez será más fácil herirte, Annuncia —le tomó el brazo con desprecio y cortó su muñeca.

La herida ardía como si el metal aún estuviera caliente; su sangre, roja y espesa, se deslizaba sobre la piel blanca como una profecía escrita en escarcha.

—Bébela.

La copa de plata recogía su sangre, lenta y ceremoniosa. La opresión en su pecho era insoportable. Por más que intentó oponerse, Class se encargó de abrirle la boca.

Cuando el toque viscoso de su sangre rozo su lengua, bebió y una arcada estaba a punto de salir cuando un recuerdo… terminó de tragar el resto y ahí fue, cuando despertó.

Todas las imágenes dispersas se agolpaban en su memoria. Enediel teniéndola en sus manos. Jurándole amor en su oído, como si decirlo en voz alta fuera pecado. Un bosque. Besos. Caricias. La entrega. Un ritual. Sabine…

—¡No! —gritó Sorcha. Su mente ardía en memorias sepultadas. Había recobrado una parte de lo perdido—. ¿Cómo? —se quedó sin aliento.

Sin fijarse en nadie ni nada, perdida en la oscuridad. Ya no renegó cuando la acercaron al cuerpo de Sabine. Ya no cuestionó el roce de su cabello con el de ella. Porque lo vio. El rostro de Ailsa era diferente. No podría ser ella, no tenía que ser ella… pero lo vio. El libro de los veintiocho sellos lunares iluminaba en su alma como una llama bajo su pecho.

El libro que tradujo hacia miles de años junto a Ardesiel y que se había perdido. ¿Eran esos recuerdos realmente suyos?

—Ya lo descubriste —dijo la anciana con malicia—. Siempre tan fácil de leer. Quizá cambio tu apariencia y la de ella, pero la luna sigue alumbrando sus caminos.

Sorcha… ¿era ella misma aún? ¿O Annuncia había estado siempre esperando despertar? Procesarlo era más doloroso que recordarlo.

—Sabine también debe beber —Rosster tomó la copa. Su voz ahora suave como una caricia venenosa—. Bebe, cariño. El agua calmará tu sed.

Como si hubiese encantado a Sabine/Ailsa, ella bebió hasta la última gota. Sin resistencia. Como si respondiera a un llamado que siempre hubiera vivido en sus venas.




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