El agua se filtraba en sus trajes. Sus ojos no enfocaban debido a la intensidad con que caía la lluvia. Tanto Nikolaus como Anselm sentían que lo que les esperaba solo podía anticiparse como algo malo. Por más que cabalgaran rápido, los charcos de lodo les impedía ir más veloces.
“Sorcha es Annuncia”, le habló el viento. El caballo se detuvo, al igual que los pensamientos del jinete. Nikolaus no entendía por qué su mente se empeñaba en repetir un nombre que no parecía pertenecerle a nadie… y, sin embargo, lo sentía propio.
—Nikolaus, no tenemos tiempo —Anselm, gritaba a lo lejos—. ¡Creo que morirán!
La muerte muchas veces es el motor que se necesita para buscar la felicidad. Pero ¿la muerte significaba lo mismo para ellos que para los humanos? O regresaban a ser moradores… O simplemente desaparecerían. Sus caballos también lo sabían. Cruzaron el barro sin miedo a resbalar. Ya no los guiaban sus jinetes sino el instinto ancestral de quienes recuerdan más de lo que dicen.
Divisaron la feria, y el pánico que surcaba en sus entrañas disminuyó. Las carpas eran difusas a su alrededor, como si solo una existiera realmente. La del final. Las alas en su fachada eran el preludio. Si de su vida dependía salvar a Sorcha —porque eso era lo que su corazón le dictaba— lo haría.
Lo que al inicio pareció una carpa andrajosa, conforme avanzaban se transformaba en un crucigrama de pasillos. Esos pasillos bien conocidos para Nikolaus, aunque no sabía cómo.
La coherencia cedía ante la verdad antigua. Sin saber por qué, estaban en la parte alta del castillo. En la última torre. A la intemperie nada los cobijaba de la lluvia. La única puerta en la terraza los impulso a caminar decididos.
—La escucho —Anselm se detuvo, los ojos fijos en la piedra.
Sentía la respiración de Ailsa como si ella habitara su alma. No lo cuestionó. Si ella lo necesitaba, haría cualquier cosa.
Nikolaus emanaba un fuerte olor a ricina y metal oxidado. Su sangre hervía. El autocontrol no formaba parte de sus pensamientos. El aire incrementaba, se volvía más denso en la cima de la torre, y con cada respiración, algo antiguo se despertaba en él. Si alguien debía morir por su sangre, no importaba. Por primera vez la maldición no le parecía tal. Lo usaría para salvar.
Entonces las vio. Sorcha, con varias heridas en brazos y rostro, yacía recostada al lado de Ailsa. Ambas parecían fragmentos de sí mismas. Perdidas. Agotadas. Inmersas en el abismo.
—Enediel —el nombre olvidado brotó de los labios de Sorcha, con un deje de esperanza. Su mirada vacía se movía sin encarrilar.
—Vaya, vaya —Class aplaudió teatralmente, emergiendo de la sombra como un espectro que siempre estuvo.
—¿Manfred…? —Nikolaus intentaba unir el rompecabezas. Lo que sabía, lo que sentía, lo que recordaba.
—Es Class —dijo entre dientes Anselm. Otra traición. Una más. Siempre supo dónde estaba el libro y nunca se lo comunicó.
Anselm guardaba la esperanza de que se redimiera. Que después de haber experimentado las penurias de la vida humana, regresaría como el hijo prodigo. Seguramente sabía que Sorcha era Annuncia. No solo quien levantaría la maldición, sino quien podía guiarlos a casa. Y, aun así, eligió la traición.
—Estaba harto de ser tu sirviente. Gracias a Dios la encontraste —Class ya se había deshecho de la máscara. No quedaban identidades que ocultar. La llegada de Nikolaus lo había resucitado.
—Mis niños, no deben inmiscuirse en los proyectos de otros —la voz de la señora Rosster surgió entre la oscuridad. Nikolaus se tensó—. Sabía que me mirarías así. ¿Cómo es que has olvidado todo el daño que has hecho?
Su ama de llaves y el mayordomo… enemigos. “La ingenuidad se paga con sangre”, decía su padre. Ya no sabía qué era verdad y qué mentira. Rosster… no. ¿Cómo había sido tan ciego? ¿Cómo había vivido bajo el mismo techo que su carcelera y no lo había visto? Las piezas no encajaban. O tal vez sí… desde siempre.
—Déjelo. Él no lo recuerda y es mejor así —está vez fue Anselm el que alzó la voz. Él nunca había olvidado. No esperaba que las cosas se repitieran. No quería cometer los mismos errores.
—¿Sabes que si bebes la sangre de la mujer que amas la maldición se termina? Adivina por qué, Nikolaus —la anciana ya había empezado a trazar un pentagrama sobre otro. Sigilosa. Mortal.
—¿Amar…? —murmuró él. ¿Se refería a Sorcha? ¿A Annuncia? ¿Ambas?
—Hemos hablado demasiado —Class estaba ansioso. Con ellos presentes, terminar el pacto sería casi imposible.
—No. Hiciste una maldición por ella. Entonces ella es quien la disuelve —Rosster encerró a ambas hermanas en una letanía mágica susurrada solo para los oídos de Annuncia—. Nunca las volverán a tener.
—Enediel… vete —fue como si Annuncia hubiese salido del trance en el que se encontraba.
Quizá, si Annuncia no hubiera susurrado el nombre de Enediel, Nikolaus jamás habría recordado. Pero el “hubiera” se disuelve cuando el destino se impone.
El ancla para desencadenar los recuerdos fueron sus nombres, sus miradas. Y la tormenta lo empujó hacia adentro.
Nikolaus ya no era solo Nikolaus. Era Enediel. El Caído. El amante condenado. El ejecutor del amor maldito. Esta vez no solo se desharía de Class y Tzerach. Esta vez los mataría. Descubrir las identidades ocultas de quienes tenía a su lado lo desgarraba. Class no era solo Manfred como tampoco la señora Rosster era solo Tzerach.
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Editado: 28.11.2025