La Maldición de los Kaltenbrück

23- La que custodia los sellos olvidados, no olvida

Tzerach nunca fue un nombre sagrado, no para ella. Desde el inicio de su existencia, supo que no estaba destinada a la gloria. Mientras otros recibían coronas de luz o nombres grabados en los anales celestes, ella era enviada a los bordes. A limpiar las ruinas. A sellar conjuros que no entendía. A obedecer y a cuidar libros que no importaban… su sentimiento de inferioridad no la dejaban ver, lo que realmente era. Un ser destinado para cuidar lo más preciado de los moradores de las mansiones lunares.

—Eres una esquirla del poder —le dijeron—. Útil. Silenciosa. Necesaria.

Pero Tzerach no quería ser necesaria. Quería ser adorada por los humanos.

No sabía realmente que los demonios de las mansiones nunca fueron adorados. Solo eran invocados cuando se necesitaban. No los veneraban, ellos lo sabían, pero ella lo ignoraba.

Fue ahí donde nació su rabia. No una rabia estruendosa, sino densa, como el polvo que se acumula en los rincones del mundo. Se alimentó de su rol inferior hasta convertirlo en un estigma que nadie más podía ver, pero que ella sentía arder en la piel.

Dios. Ese nombre que no podía pronunciar sin que sus labios le ardieran. ¿Por qué había creado tantas mansiones para otros, pero no una para ella? ¿Por qué su eternidad estaba hecha de servicio, mientras otros caían y eran recordados con compasión?

Fue entonces cuando supo que debía romper el orden. Si no podía reinar en el cielo, reinaría entre los que cayeran. Una vez todo se derrumbó, pero la siguiente oportunidad que le brindaba la aprovecharía.

Cuando llegó al castillo, años antes de que Sorcha siquiera existiera, reconoció en los ojos de Nikolaus un fuego que no era suyo.

—Enediel... —susurró para sí, en cuanto lo vio por primera vez.

No era aún Enediel. Era un muchacho perdido, con preguntas de más y respuestas de menos. Pero la chispa estaba ahí. El Caído aún dormía en él como una promesa. Tzerach no supo si fue atracción, odio o simple ambición lo que la hizo quedarse, si él estaba ahí, Annuncia pronto llegaría.

Sabía que si guiaba bien a Nikolaus —si lo tentaba, si lo empujaba, si lo quebraba— él invocaría quién fue. Y con eso, vendría el caos. La ruptura del equilibrio.

Hubo una noche en las afueras del castillo cuando Tzerach vio realmente por primera vez a Class.

Manfred, inclinado sobre una bandeja de plata, lavaba con esmero los restos de una cena que él no había probado. La cocina estaba vacía. Solo el goteo insistente de un grifo y el leve crujido de la madera antigua llenaban el aire.

Tzerach se quedó observándolo desde la penumbra del umbral. Había algo en la forma en que se movía, en la rigidez con que alisaba los bordes del mantel. Un odio silencioso. Un resentimiento disfrazado de servidumbre.

Y entonces lo vio. No en su cuerpo. No en su voz. Sino en sus ojos, reflejados en la bandeja de plata. Los ojos de Class. Fríos. Exactos. Viejos.

—Sabía que eras tú —susurró, cruzando el umbral.

Manfred alzó la vista de golpe. Su rostro palideció. No por miedo. Por reconocimiento.

—No hables —dijo ella, antes de que él pudiera mentir—. Tu disfraz es sutil. Pero tus ojos… tus ojos no han olvidado.

Él bajó la mirada, pero ya no había sumisión en lo que expresaba. Era una aceptación lenta, casi resignada.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, con voz opaca.

—Lo mismo que tú quieres —respondió ella—. Que nos recuerden. Que nos teman. Que por fin nos vean como iguales.

Manfred apretó los puños. La máscara no estaba aún sobre su rostro, pero ya pesaba en su alma.

—No me permitirán volver. No como Class.

—Entonces vuelve como algo más —dijo Tzerach, acercándose—. Como el verdugo de quienes te olvidaron.

Ella extendió la mano. Él no la tomó. Pero tampoco la rechazó.

Y en ese silencio sellaron su pacto: el de los olvidados que volverían a gritar su existencia.

Su plan fue sencillo: disfrazarse de ama de llaves, como se le había enseñado. Ocultar su rencor bajo la cortesía. Alimentar lentamente la fractura entre los moradores y los humanos. Y, sobre todo, vigilar a Annuncia, cuyo poder dormido la irritaba tanto como la existencia misma del amor.

Porque eso era lo peor: el amor. Esa virtud que a otros los salvaba, a ella la condenaba. Nunca había sido amada. Ni por Dios. Ni por los suyos. Ni por los condenados.

Por eso, cada vez que miraba a Sorcha y Nikolaus, a Ailsa y Anselm, se le retorcía algo en el pecho. No celos. Algo más oscuro. Algo más primitivo.

En su mente, había creado un nuevo orden. Uno donde las esquirlas gobernarían. Donde la obediencia se convertiría en fuego. Donde el amor sería castigado como debió ser desde el principio.

Y cuando vio su final acercarse, cuando Enediel le apuntó con su furia, no sintió miedo. Sintió traición.

—Yo también fui tu guía —quiso gritarle—. Yo también te sostuve cuando no sabías quién eras.

Pero él no la miró como hermana. Ni como consejera. Solo como obstáculo.

Así fue como murió Tzerach: sabiendo que lo que deseaba nunca le sería dado. Porque no importa cuánto se levante el polvo, siempre hay quienes nacen para ser piedra. Y ella, por más que sangrara ambición, nunca dejó de ser una sombra en los márgenes de la historia.




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