La Maldición de los Kaltenbrück

24- Hijas del lamento

El silencio posterior a la ruptura del pentagrama no fue alivio, sino vacío. Un eco antiguo parecía desplazarse entre los escombros de la magia colapsada.

El castillo glorioso y temible. Observador y enjuiciador. Tenía sus paredes de roca negra desplomada en una de sus alas. Ya no imponía poder sobre Enediel. Lo que había del castillo eran escombros desparramados alrededor de ellos.

Annuncia respiraba, pero cada inhalación transitaba en un susurro entre dos mundos. Sabine, junto a ella, aún tenía restos de luz en la piel guardando el libro en su interior, como si el conjuro no quisiera del todo soltarlas.

Frente a ellas, Enediel —Nikolaus— no se movía. Su forma demoníaca aún se sostenía, pero sus ojos habían cambiado. Ya no eran los cráteres lunares de un ser maldito: eran los ojos de un hombre que amó, que cayó, y que ahora revivía todo.

Ser conscientes de su pasado y de lo hecho, los agrietó.

El cuerpo humano de Enediel, sufrió el odio que el mismo esparció sobre los Kaltenbrück.

—¿Esto es... lo que éramos? —preguntó Annuncia, más a sí misma que a nadie. Sacándolos de sus vacilaciones.

—Lo sigue siendo —murmuró Enediel. Su voz, multiplicada y profunda, se redujo a un solo tono. Humano. Doloroso. A quien ha sido desde hace veintiocho años. No a quien fue hace millones.

Anselm se acercó a Ailsa —Sabine—, sin decir nada. Se arrodilló a su lado, tomándole la mano con suavidad. Ailsa lo miró como si en su rostro pudiera leerse un nuevo camino. Sus recuerdos también comenzaban a emerger. Imágenes de pactos antiguos, de danzas en bosques ocultos, de gritos durante la caza de los moradores. Pero Anselm ya había enterrado los sentimientos que Ardesiel sintió por Sabine.

Annuncia miró a Enediel. Y supo.

Sabía lo que debía hacer, solo necesitaba el coraje suficiente para culminarlo.

—El libro... el pacto... la sangre —susurró. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no de tristeza. De decisión. De entrega.

—No —dijo Enediel, apenas audible.

—Sí —respondió ella—. No podemos continuar así. Si no cierro esto, otra vez alguien lo abrirá. Si no pago lo debido, alguien más pagará por mí.

Ella se puso de pie. El viento ya no la empujaba. La lluvia, antes enemiga, la acariciaba. Dio un paso al frente y alzó sus manos. Desprenderse de los sentimientos humanos era lo que debió hacer hace muchas lunas.

—Por favor, no me dejes Sorcha —el susurró casi imperceptible de Ailsa, la detuvo unos segundos.

La miró, no importando lo que fueron en el pasado, ahora eran hermanas. Con su mirada de dolor Ailsa le dijo todo lo que no pudo y Annuncia lo acepto.

—Dios, si aún escuchas las voces de los caídos, escucha ahora la mía —dijo Annuncia—. Entrego mi sangre para sellar la maldición. Para restaurar el equilibrio. Pero sobre todo...

Volteó hacia Enediel, titubeante.

—...te juro que jamás volveré a amar —lo correcto, lo inhumano no pertenecía a los demonios de las mansiones.

Su deber siempre fue estar al servicio de los humanos y de su creador.

Enediel dio un paso adelante, tembloroso sin ánimos de que su historia tuviera ese final.

—No puedes hacer esto sola —planteó. Aunque en el fondo, no quería más que estar con ella, aun si eso significaba renunciar al poco poder que tenía.

Enediel se cortó la palma con un cristal de hielo roto que flotaba en el aire. Su sangre, negra como el cielo sin luna, goteó sobre la piedra mojada.

—Si esta es la única forma de redimir lo que fuimos, entonces yo también pago. Yo también juro.

—¿Qué juras, Enediel? —preguntó Annuncia, sabiendo la respuesta.

Él la miró, su rostro mitad hombre, mitad luna. Tanto su parte demonio como la humana, se estremeció por esa chispa que ansiaba resurgir de entre sus almas.

Ella no olvidaría, nunca más lo olvidaría.

—Que no volveré a amarte. Que aceptaré la eternidad sin ti —él cumpliría la voluntad de Annuncia.

—Yo… volveré a ser el portal entre lo celestial y lo terrenal. Tómanos como seres redimidos, aceptaremos tu voluntad.

Ambos sellaron sus palabras en sangre. Una roja como el carmesí y la otra negra como la oscuridad viajaron hasta que se entremezclaron. El suelo tembló, el cielo se oscureció aún más, y una luz blanca, casi invisible, se elevó entre ellos. Como una bendición triste. Como una absolución. Aceptando su sacrificio. Signos y lenguas muertas emergieron de sus entrañas. Sus cuerpos como los conocieron en esta vida se desvanecían tortuosamente.

Cerraron los ojos, ambos sabían que habían elegido bien. Aunque jamás serían libres.




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