La Maldición de los Kaltenbrück

25- El jardín de los olvidados

La lluvia había cesado, pero el cielo permanecía gris, como si estuviera en un eterno duelo. Entre los restos del pentagrama y la sangre jurada, Ailsa permanecía quieta. La escena que acababa de presenciar había quebrado no solo su comprensión del mundo, sino de sí misma.

Sorcha/Annuncia, su hermana, su amiga, su confidente… había sido alguien más. Y al mismo tiempo, Ailsa también.

—Ailsa —la voz de Anselm llegó suave, casi como un recuerdo—. ¿Estás bien?

Ella no respondió de inmediato. Solo lo miró. Y en su mirada no había sorpresa. Había algo más antiguo. Algo que llevaba siglos intentando regresar.

—Lo sabes, ¿verdad? —dijo él, con una mezcla de temor y aceptación—. Sabes quién soy.

Ella asintió lentamente. Los recuerdos estaban en su piel, en el aire, en la forma en que él pronunciaba su nombre. El tacto que aún permanecía entre ellos. Las palabras que nunca dijeron, pero vivieron en sueños.

—Eres Ardesiel —dijo por fin—. El guardián del anillo lunar. El que me juró amor en los salones de mármol negro. El que me abandonó cuando ardieron sus alas.

Anselm la miró con dolor, pero en su rostro había algo que faltaba: comprensión.

—No lo recuerdo —confesó, con la voz rota—. Todo lo que dices… una parte sí, siento que es cierto, yo lo sé. Pero no lo tengo dentro, el recuerdo de haberte amado solo lo tienes tú.

Ailsa sonrió con tristeza. No por enojo. No por orgullo. Sino porque entendía. A veces el corazón recuerda lo que la mente no puede sostener.

—No importa. Yo sí lo recuerdo. Y eso basta.

El silencio volvió a caer entre ellos. No había necesidad de llenarlo con promesas. Sabían que ese momento sería el último de lo que fueron.

Anselm se giró, mirando hacia el cielo. Algo dentro de él, más viejo que el cuerpo que habitaba, comenzaba a agitarse. La mansión lo llamaba. La misma que lo había expulsado. La misma que ahora, al verlo humano, lo aceptaba de nuevo. No sabía por qué razón dudaba en regresar a donde deseo ir en todas sus reencarnaciones. Se sentía como si Dios le estuviera dando la oportunidad de elegir. Quedarse o regresar a ser un morador.

Ailsa lo supo antes que él mismo.

—Te vas, ¿verdad?

Él asintió. Dio un paso atrás, y la lluvia comenzó a elevarse a su alrededor como niebla invertida. No se dirigía una muerte. Sino una ascensión.

—Ailsa… si en algún rincón del tiempo mis recuerdos vuelven, búscame ahí. Podré sonar egoísta, pero a donde sea que vayas no me olvides.

Ella no contestó. Solo le sostuvo la mirada. La de una mujer que ya no esperaba nada, porque lo había amado todo.

Un resplandor plateado cubrió el cuerpo de Anselm. El símbolo de la mansión décima brilló brevemente en su espalda, como un tatuaje olvidado. Las alas oxidadas se elevaron y lo envolvieron. Luego se desvaneció. Y con él, su figura, pero no los recuerdos que Ailsa se esmeraría por incluir en cada una de sus futuras vidas.

Ailsa, inmóvil se quedó sola. Pero no vacía. El amor, aunque incompleto, aunque no correspondido… había vuelto.

Y eso, en este mundo y en cualquier otro, siempre deja una llama encendida.




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