El llamado del bosque
Karthen, Valhiar.
1890.
Elena despertó sobresaltada con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Fuera, la brisa fría de la mañana acariciaba las ventanas de su pequeña habitación, susurrando como si quisiera transmitirle un secreto que aún no lograba comprender. Una vez más, el mismo sueño: lobos corriendo a través de un bosque cubierto de niebla con sus ojos brillando como estrellas en la oscuridad. Pero esta vez, había algo más. Había oído un nombre, un susurro que parecía arrancado del viento, llamándola.
Se levantó de la cama, inquieta. Miró por la ventana y el bosque al borde de la aldea se alzaba majestuoso y misterioso en la distancia. Desde pequeña, le habían advertido sobre ese lugar. «Nunca te acerques al bosque», le había dicho su padre con la voz siempre impregnada de una severidad que no admitía réplica. Había algo en el bosque que asustaba a todos en la aldea, algo que nunca le explicaban del todo. A pesar de las advertencias, Elena siempre había sentido una atracción inexplicable hacia él, como si fuera una parte de ella que había estado esperando ser descubierta.
Se vistió con calma, con movimientos mecánicos y precisos, aunque su mente estuviera muy lejos de la rutina diaria. La vida en la aldea había sido siempre sencilla, mas últimamente, sentía que algo dentro de ella estaba cambiando. Los días se le hacían pesados y monótonos, como si un manto gris cubriera todo a su alrededor. Las conversaciones con los demás aldeanos ya no le interesaban, y las tareas que antes realizaba con naturalidad ahora le parecían ajenas, como si no perteneciera a ese lugar.
Bajó las escaleras, con el crujir de la madera resonando a cada paso, y entró en la pequeña cocina. Su padre ya estaba allí, sentado en la mesa de madera desgastada, bebiendo un café humeante. Como de costumbre, no alzó la vista para saludarla.
—Buenos días —dijo ella intentando romper el silencio que siempre llenaba la casa por las mañanas.
Su padre gruñó una respuesta apenas audible, sin dejar de mirar el periódico arrugado que tenía en las manos. Desde que su madre había muerto hacía ya más de cinco años, su relación con él se había vuelto distante, fría. Él siempre había sido un hombre de pocas palabras, pero desde la pérdida de su esposa, se había encerrado completamente en sí mismo, dejando que el luto se convirtiera en una barrera infranqueable entre ambos.
Elena se sirvió un poco de café y se sentó frente a él para observarlo en silencio. Se preguntó cuántas veces había intentado entablar una conversación real con su padre, solo para encontrarse con el mismo muro impenetrable. Y a pesar de que parte de ella había aprendido a aceptar esa distancia, otra parte no podía evitar anhelar algo más. Una conexión, un gesto, una señal de que todavía quedaba algo entre ellos, algo que no estuviera muerto junto a su madre.
—Anoche tuvo otro sueño —dijo de repente, sorprendida incluso por el sonido de su propia voz.
Su progenitor la miró por encima del borde del periódico con expresión endurecida. Él no era un hombre que diera mucho crédito a los sueños o a cualquier cosa que no fuera tangible o lógico. Era un campesino pragmático, alguien que había vivido toda su vida en la aldea y que no entendía ni aceptaba lo desconocido.
—Los sueños no son más que eso, Elena. No les des importancia —respondió al regresar su mirada al papel.
La chica apretó los labios, frustrada. Quería contarle más, quería decirle que esos sueños la estaban consumiendo, que no eran solo imágenes pasajeras. Pero sabía que él no la escucharía. Así que simplemente terminó su café en silencio y se levantó al decir:
—Voy a salir.
—No te acerques al bosque —fue todo lo que él dijo, sin mirarla siquiera.
La joven suspiró y salió de la casa, cerrando la puerta con un leve golpe. El aire fresco del exterior la recibió y, por un momento, se sintió aliviada al alejarse de la atmósfera opresiva de su hogar. Caminó por la aldea, saludando a algunos de los aldeanos que ya empezaban con sus actividades matutinas. La vida allí era predecible y la rutina apenas variaba de un día a otro. Los mismos rostros, las mismas conversaciones, los mismos caminos que había recorrido desde que tenía memoria.
Sin embargo, algo en ella no podía dejar de mirar hacia el bosque. Sentía que ese lugar la llamaba, que algo aguardaba allí, algo que necesitaba descubrir. Los sueños no eran una simple coincidencia, estaba segura. Sentía cómo algo crecía en su interior, una especie de energía desconocida, como si su cuerpo y su mente estuvieran despertando a algo más grande, algo que siempre había estado dormido dentro de ella.
Decidió caminar hacia el límite del bosque Gorneyth. No debería. Lo sabía. Que estaba desobedeciendo las advertencias de su padre. Era consciente de ello. Las historias de miedo que los ancianos contaban sobre los peligros que habitaban en su interior aún resonaban en su memoria. Pero también tenía la certeza de que no podía seguir ignorando la extraña sensación que la empujaba hacia él.
El viento comenzó a soplar con más fuerza cuando se acercó al borde del bosque y, por un momento, casi pudo jurar que oyó un aullido a lo lejos. Se detuvo, con el corazón latiendo con fuerza. Miró hacia los árboles altos y oscuros que parecían vigilarla, como guardianes de un secreto antiguo.