El encuentro con el alfa
Elena respiraba con dificultad mientras avanzaba entre los árboles del bosque, cada paso que daba la llevaba más lejos de la aldea y más cerca del lugar que durante tanto tiempo había sido prohibido para ella. El eco de las advertencias de su padre resonaba en su mente, pero las ignoraba. Esta vez, algo la impulsaba más allá del miedo: una necesidad incontrolable de descubrir qué se escondía en las sombras.
El bosque no era como ella lo había imaginado de niña. Los árboles se alzaban altísimos, sus troncos gruesos y oscuros, con ramas que parecían extenderse como dedos huesudos hacia el cielo. El suelo estaba cubierto de hojas caídas y musgo, y apenas un rayo de sol lograba filtrarse entre las copas de los árboles. Todo allí parecía antiguo, como si el tiempo hubiera decidido detenerse en ese rincón oculto del mundo.
A medida que avanzaba, la chica sentía cómo el aire cambiaba a su alrededor. Era más denso, cargado de una energía que la envolvía, haciéndola consciente de cada uno de sus sentidos. A pesar del silencio aparente, sentía que algo, o alguien, la observaba desde la espesura. Sus manos temblaban levemente, pero no se detuvo. Había venido hasta aquí para obtener respuestas, y no pensaba volver a la aldea sin ellas.
Cuando llegó a un pequeño claro, se detuvo. Algo en el ambiente cambió de repente. El viento sopló con más fuerza, agitando las hojas en un murmullo incesante. El claro estaba vacío, pero Elena no podía evitar sentir que no estaba sola.
—Sabía que vendrías.
La voz, profunda y resonante, la tomó por sorpresa. La muchacha giró sobre sus talones, buscando al dueño de esa voz, y lo vio. Desde las sombras de los árboles emergió una figura alta y poderosa. Los rayos de luz que se filtraban entre las ramas iluminaron a un hombre que parecía salido de una leyenda antigua. Era imponente, con un cuerpo cubierto por una musculatura marcada bajo una capa de piel animal que colgaba de sus hombros. Su rostro era afilado y fuerte, con una barba bien cuidada que enmarcaba una mandíbula cuadrada. Pero lo que más llamó la atención de la chica fueron sus ojos. Eran de un color ámbar intenso, casi dorado, y brillaban con una ferocidad que no podía ser humana.
—¿Quién eres? —preguntó ella al tiempo que retrocedía un paso instintivamente, con el corazón latiendo con fuerza. Sabía que no era seguro estar allí, mas había algo en aquel hombre que la mantenía anclada, como si él fuera el motivo por el cual había sido llamada a aquel lugar.
—Mi nombre es Alaric —contestó al dar un paso hacia ella—. Soy el alfa de este clan.
Elena sintió cómo un escalofrío recorría su espalda de la cabeza a los pies al oír la palabra “alfa”. Las leyendas sobre los licántropos eran antiguas en la aldea y, aunque pocos las tomaban en serio, ella siempre había sospechado que había algo más detrás de esas historias. Sin embargo, nunca había imaginado que se toparía cara a cara con una de esas criaturas.
—No entiendo… —murmuró, intentando procesar lo que estaba pasando.
Alaric la miró con intensidad, como si cada palabra que iba a decir fuera crucial.
—Sabes más de lo que crees, Elena. Te has sentido atraída por el bosque desde que eras niña, ¿verdad? —se acercó a ella un poco más. Su voz era grave, casi hipnótica—. No es una coincidencia. El llamado que sientes, los sueños que has tenido… todo tiene un propósito.
La chica asintió con la mente revuelta por sus palabras. ¿Cómo sabía él de sus sueños? ¿Cómo podía entender lo que había estado sintiendo últimamente, esa sensación de cambio inminente que la había acosado durante días?
—He soñado con lobos —contestó en voz baja, como si decirlo en voz alta le diera más realidad a lo que hasta ese momento había considerado solo una fantasía.
Alaric se detuvo justo frente a ella, mirándola de cerca. Ella sintió su presencia abrumadora, pero no retrocedió.
—No eran solo sueños —respondió él—. Los lobos que ves en tus visiones son reales. Son parte de ti.
—¿De mí? —inquirió con confusión. Estaba segura de que había algo extraño en todo esto, mas no podía entender cómo estaba conectada con esos seres—. No soy un lobo, soy… solo una chica de la aldea.
—No eres “solo” una chica —apuntó él con los ojos brillando de emoción—. Eres la descendiente de una línea antigua de licántropos, una línea poderosa que ha sido maldecida durante generaciones. Y tu sangre es la clave para romper esa maldición.
Elena se quedó inmóvil, procesando lo que acababa de escuchar. ¿Licántropos? ¿Ella, parte de esa misma raza que había protagonizado las historias más oscuras de la aldea? La idea le resultaba imposible de asimilar. No obstante, al mismo tiempo, algo en su interior resonó con esas palabras, como si una parte de ella hubiera estado esperando esa revelación.
—No puede ser… —murmuró mientras sacudía su cabeza, negando—. Esto es… absurdo.
—Es difícil de aceptar, lo sé —dijo él con un tono suave—. No puedes huir de lo que eres. Tu linaje te ha traído hasta aquí. El destino te ha colocado en mi camino porque eres la única que puede salvarnos.
La joven lo miró, buscando alguna señal de mentira en su rostro. Pero todo lo que vio fue la misma intensidad y sinceridad que la había sorprendido desde el principio. El aire entre ellos parecía vibrar con una energía invisible, como si el destino mismo los hubiera unido en ese claro.