La Maldición del Corazón Herrante.

Prólogo: El Deseo Prohibido

Mi abuela solía decir que nacer Thorne era nacer con las raíces en el pantano y las alas atadas al cielo. Somos tejedoras de la noche, guardianas de secretos más viejos que la luna sobre los bosques de Hemlock Grove. Pero yo, Elara Thorne, quería ser solo una chica, no la portadora del destino de mi aquelarre. Quería amar sin tener que consultar a los ancestros o medir el riesgo en onzas de sangre y ceniza.

Mi madre, Morgana, jamás comprendió ese anhelo. Para ella, el amor era un acuerdo, una transacción de poder, un medio para preservar la magia.

—Elara —me dijo un día, con sus ojos color obsidiana clavados en los míos, el aire en la cabaña olía a tomillo seco y a peligro—, un corazón de bruja no es para el juego humano. No es un juguete que regalar. Es un pozo de poder.

Pero ella hablaba desde el frío púlpito de su inmortalidad. Yo, con mis diecinueve años, solo sentía el fervor ardiente, la necesidad de un latido que no fuera el de mi propia soledad ancestral. Y ese latido, el que rompía mi paz y, sin saberlo, mi destino, pertenecía a Julian Miller, el boticario del pueblo.

Lo conocí un atardecer, buscando menta para un hechizo de sueño, fingiendo un dolor de cabeza ante su mostrador. Sus manos, manchadas de tinturas de hierbas y resinas, olían a tierra fértil y a promesas olvidadas. Era rubio, con ojos color miel que me miraban sin recelo, sin percibir el olor a bruja que mi linaje destilaba.

—¿Segura que es solo dolor de cabeza, señorita Thorne? —preguntó, entregándome el frasco con una etiqueta escrita con su caligrafía elegante—. Sus ojos dicen otra cosa. Dicen tormenta.

Mi alma se hundió en su mirada. En ese instante, supe que estaba perdida. No importaban los pactos oscuros ni la sangre que corría por mis venas. Quería la tormenta que él ofrecía. Y mi deseo, el más simple y humano de todos, sería mi ruina.




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