Me encontraba en un estado de nerviosismo que ni diez años de entrenamiento en la disciplina de mi madre podían mitigar. Cada visita a la botica de Julian Miller, en el corazón del pueblo de Hemlock Creek, era un desafío a las leyes no escritas de nuestro mundo. Un juego prohibido.
—Dos onzas de raíz de valeriana, Julian. Y un poco de regaliz para disimular el amargor —pedí, tratando de que mi voz sonara casual.
Él estaba de espaldas, machacando algo en el mortero. Su camisa de lino blanco se pegaba un poco a su espalda por el calor, y la luz de la tarde proyectaba su silueta, fuerte y sencilla. Era la antítesis de todo lo que representaba el Bosque Thorne: él era luz, orden, naturaleza curada; nosotros éramos sombras, caos, naturaleza salvaje.
—Has estado viniendo mucho últimamente, Elara —dijo sin girarse, el ritmo del mortero era pausado—. O tienes la peor racha de insomnio del condado, o…
Dejó la frase flotando, una pregunta sin voz. Mi corazón, el órgano que pronto sería mi verdugo, se aceleró.
—¿O? —lo animé, con un temblor en el pecho que no era por la valeriana.
Julian se giró, apoyando las manos en el mostrador. Sus ojos color miel me recorrieron con una calma desarmante.
—O disfrutas de mi compañía tanto como yo de la tuya, Elara Thorne.
El nombre en sus labios sonó a conjuro. Sentí el calor subir a mis mejillas, un rubor que mi madre jamás me había permitido sentir.
—Tal vez... Tal vez necesito alguien que me hable de cosas que no sean hechizos y rituales, Julian.
Me acerqué al mostrador, y su aroma, la mezcla de tinta de papel, tinturas de hierbas y un toque de almizcle, me envolvió. Era la fragancia del mundo real, de la vida que me estaba prohibida.
—Entonces no hablemos de dolores de cabeza —sonrió, y fue como ver un amanecer. Julian tomó mi mano, suavemente, con las yemas de sus dedos manchadas de un tono verdoso—. Hablemos de ti. ¿De qué tienes miedo, Elara?
El miedo. Mi corazón dio un brinco de terror y placer. Él preguntaba sobre mi miedo, y yo solo podía pensar en mi madre, en el pacto, en el precio de ese simple toque.
—Tengo miedo de lo que soy —susurré, sin aliento, tirando de mi mano.
—No. Eres amable, Elara —Julian rodeó el mostrador y se paró frente a mí, demasiado cerca—. Eres extraña y misteriosa, como el bosque. Pero sé que detrás de esa fachada de hielo hay fuego. ¿De qué tienes realmente miedo?
—De quemarme —mentí, mirando mis pies. La verdad era: tenía miedo de quemar a otros.
Él levantó mi barbilla con la punta de su dedo, obligándome a mirarlo. En sus ojos no había juicio, solo una curiosidad tierna.
—Todos nos quemamos, Elara. Es la única forma de saber que hemos estado vivos.
Esa noche, bajo la luz mortecina de la botica, Julian Miller me besó. Fue un beso lento, cargado de elixires y dulzura humana. Y mientras sus labios estaban sobre los míos, mi alma gritó una advertencia que ignoré por completo.