El dolor y el terror me mantuvieron alejada de Julian durante una semana. Me encerré en nuestra cabaña, en la más profunda soledad, tratando de entender la naturaleza de la maldición.
El hambre era constante. Un vacío palpitante en mi pecho que me exigía energía, vida, la esencia misma de lo que deseaba.
Una mañana, desesperada, intenté hacer un hechizo de sanación en una rosa silvestre que se había marchitado por el frío. Acercando mis manos para infundirle magia, sentí el hambre elevarse. No quería sanarla. Quería consumirla.
Al retirarme de golpe, noté el cambio. La rosa, lejos de revivir, se volvió negra al instante, reseca, como si le hubieran drenado toda la vida en segundos. La observé con horror. Mi poder no sanaba. Devoraba. Y el objeto más deseado, el objeto de mi amor, era Julian.
—Mi amor se ha convertido en muerte —susurré, sintiendo el verdadero peso de la crueldad de mi madre.
El hambre en mi pecho se hizo insoportable. Necesitaba verlo, necesitaba asegurarme de que estaba bien. Pero temía que mi sola presencia bastara para drenarlo.
Finalmente, la desolación y la necesidad pudieron más que el miedo. Me envolví en mi capa más oscura y fui a Hemlock Creek.
Encontré a Julian en su botica, pero no era el mismo. Estaba pálido, más delgado, con círculos oscuros bajo los ojos color miel. Seguía con su trabajo, pero se movía con una lentitud que me partió el alma.
—Elara... —dijo, y la alegría en su voz era un puñal. Dejó caer un frasco de vidrio—. ¿Dónde has estado? Estaba preocupado. No me abrías, no había señales de ti.
Corrí a su lado, ignorando la punzada de hambre que me recorrió el pecho.
—Estoy bien, Julian. Solo... me enfermé. Una especie de fiebre.
—Yo también —dijo, con una tos seca. Intentó sonreír, pero era un gesto forzado—. Una rareza. Una debilidad que no puedo curar con mis propios remedios. Es como si la vida... se me estuviera yendo.
Mi sangre se congeló. Esto no era casualidad.
—Julian, ¿desde cuándo te sientes así?
—Desde hace una semana. Justo después de la última vez que te vi. Después... de besarte por última vez en días.
El horror me asfixió. La maldición no solo estaba en mí. Actuaba a distancia, un drenaje lento pero inexorable. Mi amor por él, mi deseo por él, era el hambre que lo estaba consumiendo.
—Tenemos que... que terminar esto —dije, sintiendo que mis palabras sabían a ceniza. Intenté sonar distante, fría. La máscara de bruja.
Julian se enderezó. Sus ojos, aunque cansados, estaban llenos de dolorosa confusión.
—¿Terminar qué, Elara? ¿Nuestra amistad? ¿Lo que sea que tengamos?
—Todo —lo miré, forzando la dureza en mis ojos—. Me di cuenta de que... no podemos. Mi vida no te incluye. Fue un error. Un capricho.
—No. No me mientas —susurró, y una lágrima se deslizó por su mejilla. El dolor en su rostro era tan puro que me hizo temblar de horror—. Mírame, Elara. Esto no es un capricho. Tú eres mi vida. Y te irás, ¿por qué? ¿Por una "fiebre"? No tiene sentido.
—No necesito que lo entiendas. Solo... Olvídame.
Me di la vuelta para huir, antes de que el hambre me hiciera hacer algo peor.
—¡No, Elara! —Julian me agarró el brazo, con una fuerza que yo sabía que ya no tenía—. ¡No te irás así! Si me estás dejando, dímelo de verdad. ¡Mírame y dime que no me amas!
Me giré. Sus ojos, los que tanto amaba, estaban llenos de súplica. Lo deseaba tanto, deseaba hundirme en sus brazos, llorar en su pecho y decirle la verdad. Y esa oleada de deseo encendió el hambre.
Una ola de frío me recorrió, y vi el color palidecer aún más en su rostro, la vida en sus ojos parpadeó. Un escalofrío de terror me inundó. Estaba chupando su energía con mi mero deseo.
—No te amo, Julian —mentí, con la voz rota—. Nunca lo hice. Me aburriste.
Lo empujé, con una fuerza desproporcionada. Él cayó, aturdido, y yo salí corriendo de la botica, sintiendo que mi corazón maldito latía con un dolor que superaba el de la maldición misma.