La maldición del sol

Un amor, una maldición

El hombre de cabello rubio corría a través de los extensos tramos de árboles que había en aquel bosque, escuchando el quejido de las ramas cada vez que las apartaba de su camino frenéticamente. En su cabeza se repetían las frases de su última discusión, y las consecuencias que tendrían si no lograba enmendar las cosas con ella.

El sol parecía una bola de furia sobre su cabeza a pesar de que las copas de los árboles fueran bastante frondosas.

La alta temperatura era un obvio indicador de que ella estaba molesta, no, más bien, hecha una furia. Podía sentir la tensión que desprendía al estar corriendo en pleno bosque, acercándosele cada vez más.

«Aún tengo tiempo» pensó para sí mismo; si ella seguía ahí era porque lo estaba esperando, así que debía apresurarse. En el pacífico bosque no se escuchaba nada además que los quejidos de las hojas al ser pisoteadas por los apurados pasos del rubio, aproximándose más y más hasta su preciado objetivo.

«Ya llegué» se dijo al estar frente a un extenso pastizal, con un estanque cristalino justo en el centro, rodeado de rocas y chispas de luces que le daban un aspecto fantasioso. 

Y justo ahí, sentada al borde del estanque, fue que la vio.

Una mujer joven de cabello castaño tenía la mitad de sus piernas sumergidas en el agua, parecía tranquila, pero el rubio sabía muy bien, por la alta temperatura y el sol ardiente, que ella estaba más que molesta.

—Ágata... —la llamó con voz suave, acercándose a ella con un paso sigiloso. Ella volteó a verlo, mostrando sus ojos claros como el agua pero a la vez fúricos como los de un demonio. Su ceño fruncido terminaba de comprobar las teorías del rubio, estaba molesta.

—¿Qué haces tú aquí? —le espetó con agresividad, sin preocuparse por mirarlo a los ojos. Tan sólo clavó la vista en el estanque y en el incesante chapoteo de los peces alrededor de sus piernas. La imagen era hipnótica, fantasiosa.

—Ágata... vengo a hablar. —El hombre paró de acercarse al sentir que la temperatura elevaba.

—Estoy molesta contigo.

—S-sí... ya me di cuenta, pero es algo serio. —El hombre hizo el amague de sentarse junto a ella, pero al ver que el agua del estanque se evaporaba, decidió no hacerlo. Casi siempre que ella se enfada con él solía expresarlo a gritos, así que la tranquilidad con la que le estaba hablando no era nada normal—. Sé que ya no quieres verme por lo que hice pero...

—Exactamente —interrumpió ella, sin mirarlo a los ojos—, no quiero verte nunca más.

—Ya lo sé, pero te quiero decir que lo que pasó fue sólo un malentendido. —Ver el agua evaporándose era como una bomba de tiempo para él, necesitaba calmarla antes de que iniciara un incendio forestal—. Yo te amo a ti, a nadie más.

Ella volteó la cabeza parsimoniosamente.

—¿Ah sí? —habló con una voz inquietantemente tranquila— pues ve y díselo a ella. No me importa tu amor.

—Ágata, por favor escúchame. —Se arrodilló en el suelo, pero ella seguía sin dirigirle la mirada. Para él era mejor así, ya que sus ojos eran como dos cristales que te daban la sensación de que veían tu alma—. Está bien si no quieres verme entonces... pero necesito saber qué pasará con nuestra hija.

La temperatura siguió subiendo.

El agua del estanque se evaporaba.

El hombre sudaba.

Los pájaros huyeron.

—¿Nuestra...? —Ella sonrió de forma inquietante, mostrando una expresión calmada nada normal en su rostro— ¡¿nuestra...?! ¡¿nuestra hija?! ¡¿todavía tienes la desfachatez de preguntar por ella luego de lo que me hiciste?! ¡eres un...!

—Á-Ágata... c-cálmate, es que...

—¡¿Y luego me pides de me calme?! ¡Por un demonio, John! —Ella se puso en pie cuando él intentó acercarse— ¡No me toques, simplemente no te acerques! Y es que... ¡¿acaso esto es un chiste?! ¡¿tu hija?! ¡¿todavía tienes las agallas de venir aquí y preguntarme por ella?!

—¡Sin importar lo que tú digas ella sigue siendo mi hija y sigo amándola!... al igual que a ti. —La temperatura bajó un poco— Aggie... por favor no me hagas esto, sabes que fue un malentendido.

—¿Ah sí?

—Yo las amo a las dos, a nuestra hija y a ti. —Suspiró profundo al ver que la temperatura seguía bajando, lo estaba haciendo bien—. Demostraré que puedo protegerlas, a ambas.

—¿Cómo? —inquirió ella luego de unos segundos que parecieron eternos. Su voz seguía tranquila, pero su mirada reflejaba rabia acumulada— ¿cómo un simple mortal va a protegernos? No seas patético, John.

—Tienes razón, p-pero si cuando nazca tú la dejas vivir en este mundo...

—¡No! —Su voz iracunda hizo eco en el bosque—. Ella no es ni lo uno ni lo otro, no me arriesgaré a ser descubierta, y mucho menos por un mediocre como tú.

—¡Lo que hice fue un error! Uno que puedo explicarte...

—No, gracias. —Lo miró fijamente—. Te dije que no quería verte más.

—Ya lo sé, p-pero nosotros seguimos siendo...

La mujer volteó a verlo con sus ojos inexpresivos.

—No... —Negó con la cabeza—. Oh no, claro que no. —Sus ojos se vaciaron por completo y pasaron a reflejar una chispa ardiente llena de ira, a la vez que fuertes ventarrones maltrataban las hojas de los árboles con sus iracundos soplidos—. Lo nuestro termina aquí, y ahora.

El sol encandiló los ojos de John, pero ver los ardientes ojos de Ágata era por mucho más doloroso. La mujer se alzó por los aires y aterrizó en el suelo para estar justo frente a él, mientras el pasto se encendía en llamas por la alta temperatura que ella desprendía. Ya no era un escenario fantástico, sino apocalíptico.

—¡Ágata, no lo hagas!

—¡Te lo advertí, John! Me has ayudado a entender las cosas. —La voz de Ágata era diferente; más sonora, más tétrica, más sombría. Esparcía por el bosque una sensación de pesadez que hacía todos los animales salieran huyendo. El viento soplaba con fuerza los mechones de su cabello castaño que se le atravesaban en el rostro, al igual que a su vestido, que ondeaba como una bandera en pleno campo de batalla—. Nuestros mundos no pueden unirse John, ni ahora ni en mil años. —La tierra empezó a temblar—. La furia de mis corceles descenderá sobre tu mundo si intentas acercarte a mí o a tu hija, marcando un camino de sangre que dudo quieras recorrer. —Lo miró fijamente—. Desde ahora nuestro límite queda estipulado y lo que alguna vez fue de la mezcla de nuestras razas será olvidado con las cenizas del tiempo. ¡Maldito sea el hombre o mujer que se atreva a volver a mezclar nuestros caminos! Y maldita sea la niña que nació de esta unión.




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