La maldición del sol

Capítulo I: Tropiezos

La suave ventisca acompañaba con clamor a los últimos rayos que el sol daba antes de ocultarse tras el horizonte, llenando el ambiente de una efímera sensación de calma. El paisaje se reflejaba en los ojos grises de la muchacha sentada en la ventana de su cuarto, cuyos pensamientos parecían estar sumergiéndola en algún extraño lugar de su mente, en un estado analítico en donde el alrededor no existía.

Sus cabellos rubios eran abofeteados por el viento, y al estar ida, creaba cierto efecto espectral en su postura, como un alma vagando en lo más recodo de su cabeza inexistente. Sin embargo, la joven todavía era capaz de sentir el viento en su piel desprotegida, llenándola de una sensación de grandeza que sólo eso, le brindaba.

—¡Amandaaaaaa!

La joven cayó de bruces en el suelo luego de haber dado tremendo respingo al escuchar ese llamado. La habían sacado de su laguna de pensamientos de una forma demasiado brusca, y la sensación de desoriento no tardó en hacerse presente. Caminó como una extranjera tratando de aterrizar en la fría realidad, tanteando con las paredes para poder bajar las escaleras y llegar a la cocina.

—¡Amandaaa!

La rubia trastabilló con uno de los escalones y, de no ser porque se sostuvo del barandal, hubiese rodado por las escaleras. No era mentira que tenía fama de ser bastante torpe a la hora de caminar a pesar de tener dieciséis años. Podía tropezarse hasta con su orgullo... no, el orgullo ya lo había perdido luego de todas las caídas.

—¡Amandaaaaaaa!

—Aquí estoy, aquí estoy —Anunció ella con voz cansada, poniendo los pies finalmente sobre la superficie de la cocina. Luego le dedicó una expresión sonriente a la mujer frente a ella— ¿qué pasa, tía?

La mujer rolliza largó un suspiro.

—La comida ya está lista —Miró los ojos grises de la rubia—, busca a tus primos y diles que vengan a comer... ¡ah! Búscalos por el bosque que últimamente se la pasan por ahí, pero que vengan rápido.

La muchacha asintió y salió por el marco de la puerta. Lo primero que vio fueron los extensos pastizales, repletos de sembradíos que le daban un aspecto que, según Amanda, siempre había sido acogedor. La muchacha se detuvo a exhalar profundo el aire del campo, llenando sus pulmones del olor a tierra que la llenaba de seguridad. Era hipnótico.

«Ya basta, Amanda» Se dijo a sí misma. Se estaba distrayendo demasiado con el paisaje, su mente siempre le obligaba a cavilar en los peores momentos. Meneó la cabeza a los lados para concentrarse y se dirigió a paso rápido hacia el frondoso bosque, en donde, a través de la oscuridad de las copas de los árboles, se recortaban las siluetas de dos niños jugando enérgicamente.

—¡Jin, Jimy! —Los llamó cuando estuvo cerca, pero ellos decidieron ignorarla— ¡hey, vengan acá! ¡sé que me oyeron!

Las figuras de los dos niños se adentraron más en el bosque. La rubia soltó un bufido mezclado diversión y se echó a correr detrás de ellos. Su vestido gris ondeaba con el fuerte ventarrón, y como era corto, dejaba al descubierto los moretones y raspaduras que había en sus rodillas, todas producto de su torpeza. La verdad que a veces se ponía a pensar, y sí, vivía envuelta en las desgracias por su...

—¡Hmmp! —Su rostro se estampó contra el suelo al tropezarse con un relieve en la tierra. Se incorporó sobre las palmas de sus manos para levantarse, advirtiendo por el rabillo del ojo la presencia de dos siluetas a su alrededor— Jin, Jimy, quédense ahí.

Pero nadie respondió.

La muchacha se puso en pie y observó con algo de desconcierto que a su alrededor no había nadie. Meneó la cabeza a los lados con algo de impaciencia y tomó la decisión de adentrarse en el bosque en la búsqueda de sus primos.

La joven corrió a través de la semi oscuridad de los árboles con un ritmo tranquilo, pero a medida que pasaban los minutos su impaciencia empezó a crecer como la espuma. La tenue iluminación que se colaba por las copas de los árboles la llenaba de una sensación de miedo irracional, pues desde pequeña siempre creyó que miles de ojos la vigilaban desde ahí. Era un dilema.

—¡Hey, hey! —Llamó al vislumbrar dos pequeñas siluetas detrás de un árbol— ¡ya los vi! Regresen a casa que la cena ya está lista.

Las pequeñas figuras se adentraron más en el bosque.

—¡Jin, Jimy! —Bufó, su paciencia ya se había agotado.

Corrió detrás de ellos a gran velocidad, y no le prestó atención a las ramas que se impactaban contra su rostro ni a las hojas que se enredaban en sus rubios cabellos. Por sorprendente que pareciera, su visión sobre los niños se mezclaba con las plantas, haciendo que sus figuras aparecieran y desaparecieran entre tanta oscuridad.

—¡Regresen, que le cena está...! ¡Ahhh! —La rubia tropezó con un relieve en el suelo y no sólo cayó sobre la tierra, sino que rodó cuesta abajo debido a la inclinación del terreno. Sus gritos eran ahogados con cada impacto que se llevaba en el rostro, y con cada hoja que se tragaba...

Su cabello terminó de enmarañarse y los antiguos raspones en su piel competían contra sus nuevas heridas para ver cuáles eran más dolorosas. Su cuerpo rodó colina abajo a través de los arbustos, y cuando finalmente terminó de caer, su rostro se estampó contra la tierra arrancándole un grito ahogado en el proceso.

Amanda soltó un quejido al separarse de la tierra, y al levantarse pudo advertir que se encontraba en un terreno vacío y desolado, muy diferente a como era el bosque. El sitio parecía ser un enorme hueco en el piso, como si alguien hubiera arrancado un pedazo de la tierra y se lo hubiese llevado.

—¿Jin...? ¿Jimy...? —Preguntó consternada, a la vez que empezaba a sentir un líquido tibio recorriéndole las piernas. Al bajar la mirada descubrió que era sangre— fantástico...

La muchacha se agachó en el suelo para retirar el líquido carmesí de su piel, procurando llegar a limpiarse las heridas en cuanto entrara a casa, no sin antes encontrar a los pilluelos de sus primos, claro está. Largó un profundo suspiro y recostó su espalda en la tierra para recuperar aire.




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