La maldición del sol

Capítulo VII: Susurros

Amanda esbozó una nerviosa sonrisa al ver a la mujer de edad avanzada, justo frente a ella, escrutándola con una mirada que le pareció suspicaz. La rubia temió por unos segundos de su ida al bosque, y sobre todo, se sobresaltó al ver que los seres alados habían desaparecido.

—Te pregunto, ¿a dónde vas? —insistió la mujer, con su voz ronca pero en tono bajo para que no fueran a oírlas.

Amanda se mordió los labios, moviendo los ojos de aquí allá para ver si se le ocurría una excusa válida que justificara su salida del cuarto. Pero la mujer seguía ahí, impasible, dificultándole el pensar bien y enviándola a una realidad repleta de nervios en donde sólo sentía el sudor frío en su rostro.

Miró las sombras de figuras indefinidas rondando por la sala, casi como si fuera un inmutable paisaje lleno de manchas de pintura negra, bailoteando tranquilamente hasta llenar su cabeza de un poco de paz. Sí, eso era, sentía la luz de la luna y la oscuridad de la casa en un mismo punto, eso era tranquilizante.

Pero esa sensación se fue al observar los ojos fúricos de su abuela.

—Amanda, ¿a dónde ibas? —volvió a preguntar, esta vez levantándose de su silla dificultosamente para dirigirle una mirada de disgusto, de esas que transmiten todo un regaño de mil horas, en un solo gesto.

—B-bueno, b-bueno yo... —La rubia maldijo para sus adentros lo mala que era para mentir, se le notaba lo nerviosa, sus manos temblaban y sabía que abuela era capaz de leer el lenguaje corporal, no por nada durante su niñez siempre sabía cuándo le hacía una travesura. Y aunado al eso está el hecho de que la pálida joven no sabía disimular—. Y-yo... yo estaba...

—Ya es la segunda vez que te veo con esas chicas. —La mujer señaló detrás de la muchacha—. ¿Quiénes son? Responde.

—¿Q-qué...? —Amanda volteó a ver sobre su hombro, encontrándose con más oscuridad. ¿Qué rayos estaba viendo su abuela? ¿acaso era capaz de verlas aunque ellas no quisieran?—. ¿Q-qué chicas...?

—Esas tres... —Entrecerró los ojos—. No, espera, ahora son dos, la otra acaba de irse.

Amanda revisó a sus espaldas, otra vez encontrándose con absolutamente nada. La desconcertó el hecho de que su abuela pudiera ver a una más... ¿acaso...? ¿acaso sería posible que Meissa y Adhara no fueran las únicas con ella?

—¿C-cómo que tres chicas?

—Las pequeñas... —Frunció el ceño, casi como si estuviera analizando con sumo cuidado alguna cosa que, por los momentos, Amanda no era capaz de ver—. Eran tres, pero como te dije, la azul acaba de irse. No se despidió, tus amigas son unas maleducadas.

Era imposible, era imposible. La rubia agitó la cabeza a los lados tratando de convencerse de lo inverosímil que era el asunto. Los seres alados sólo eran dos... no tres, y no recordaba que una de ellas fuera azul. Así que para calmarse se aferró a la idea de que eran delirios por parte de la mujer que tenía enfrente.

—Habla ya, ¿quiénes son esas chicas tan groseras? Se quieren esconder de mí. ¿Quién te dio permiso para dejarlas entrar?

—N-no, claro que no. A-abuela yo...

—Aja, entonces, ¿A dónde ibas a estas horas de la noche, eh?

—A-a ningún lado, abuela...

La mujer dio un paso adelante.

—No. —la cortó de tajo—. Vas a ir a ver al niño maldito, sabes que sí. —Su tono era frío y carente de emociones, y a la joven le dio la ilusión de que de verdad estaba molesta, pero esa emoción fue disipada al repetir lo que su abuela había dicho.

—¿N-ni...? ¿niño maldito?

—El jovencito, ese cuchito.

Pequeñas imágenes cortadas asaltaron la mente de la joven. Recordaba ese llanto... ese sonido... ese asesinato. ¿Pero de dónde estaba sacando esas cosas? De seguro estaba enloqueciendo, pero hasta le pareció ver sus ojos de luna entre las sombras. Meneó la cabeza, era imposible.

—Princesa maldita...

Las ideas se estrellaban contra su cabeza como meteoritos enfadados, causando estragos en su pensar y transportándola a una realidad llena de recuerdos. ¿Qué eran esas cosas que estaba presenciando?

«Te extraño...» oyó un suave e indefenso susurro, que se fue perdiendo en la oquedad de aquellos recuerdos que se acaparaban la atención de sus sentidos. Eran suaves susurros, llamados de auxilio. «N-no soy suficiente...»

 

«Su suave susurro en la brisa...«

«Calmó su dolor con palabras silenciosas.»

 

—¡Amanda, Amanda! —Los llamados de su abuela la sacaron abruptamente de aquella realidad tan ilusoria. Se sujetó la sien con incomodidad al sentir tantas punzadas, y casi le dio la impresión de que estaba en un barco tambaleándose de un lado a otro. El mareo inundaba su ser—. ¿Qué te pasa? Sigues igual de distraída que siempre.

—A-abuela... ¿qué tal si...? —Sus piernas flaquearon un poco. Gruñó, desorientada como una extrajera en el suelo frío de la realidad—. ¿Q-qué tal si la llevo a su cuarto? Se ve cansada...

—No hasta que me digas por qué quieres verlo.

—¿V-ver a quién?

—A la dulce aberración. —La mujer empezó a caminar dificultosamente hacia las escaleras, desapareciendo entre la negrura mientras que lo único que se escuchaba era su voz ronca y enigmática—. Pero cuando el castaño venga... —Bostezó—. Ya sabes, sí, ya sabes.

Los ojos grises de Amanda la siguieron hasta que ya no pudo percibirla entre tanta oscuridad. Su mente se hallaba vacía, divagante entre tantas palabras. Si su abuela de verdad contaba con esa habilidad que tanto presumía... significaba que algo importante había en su mensaje.

Qué enredo.

—¡Vamos, rubiecita! —La voz estricta de Adhara la hizo dar un respingo, antes de que unas pequeñas manos sacudieran su cabeza de aquí allá—. Es nuestra oportunidad, ¡vámonos!

—P-pero... —Los seres alados no la dejaron terminar y la llevaron a rastras hacia la puerta, en donde la luz de la luna brillante reflejaba el dolor que quizás aquella personita estaba sintiendo al estar solo.




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