La maldición del sol

Capítulo XIX: Mi luz

Pesadillas... terribles pesadillas azotaban la mente del muchacho pecoso. Un extraño olor amargo (por muy extraño que sonara) lo hacía arrugar la nariz con evidente desagrado. Sintió las brasas de un calor sofocante apresando su cuerpo, dejándolo sin mucho aire limpio para respirar. Es así que, sintiendo sus ganas de dormir apagarse de forma progresiva, abrió los ojos y tiró las sábanas al suelo en un arrebato de fastidio.

Apenas se liberó, inhaló varias veces hasta normalizar el ritmo de sus latidos. Se sentía acalorado, su frente estaba empapada de gotitas de sudor frío, que lo seguían recorriendo hasta las zonas más recónditas bajo su pijama. Por un momento creyó que estaba volviéndose loco, pero al levantarse y ponerse las pantuflas, Joan observó con terror el incendio que se desarrollaba a mitad del bosque. Y a pesar de la distancia, a su piel le daban algunas brisas calientes de vez en cuando, como si el calor viajara a una velocidad fuera de la lógica.

Y fue en esos instantes de trance, que el joven recordó...

«No sé. Pero lo que sea que esté escondido allí, lo voy a encontrar...»

El enunciado de Jixy hizo eco en el vacío de su mente, llenándolo de forma inmediata con miles de pensamientos paranoicos acerca de su estado de salud. Dijo que iría el bosque, y él, por su inutilidad, la había dejado ir y se había quedado dormido de nuevo. Las heridas de la noche anterior todavía le palpitaban con fuerza, por lo profundo, y quizá por los malos presentimientos que empezaban a asfixiarlo.

Oh, Dios... si ese incendio seguía, con Jixy allí dentro...

—¡Mira! —Jin y Jimy entraron a la habitación de golpe, ambos con pijamas largos y sus cabelleras castañas desordenadas, un obvio indicativo de que acababan de levantarse. Los jóvenes se acercaron a la ventana de Joan para ver mejor el cataclismo—. ¡Es fuego!

—Maldición... —masculló el pecoso, sentándose en posición fetal al pie de la cama. Él, un muchacho enclenque que sentía afición por dormir hasta tarde no tenía el valor de ir al bosque en búsqueda de su prima. No, no podía hacerlo... y su tío había ido a trabajar. Maldita sea, tenía que hacer algo antes de que fuera muy tarde.

¿Qué hacer? ¿qué hacer? Jin y Jimy parecían demasiado pequeños, pero a la vez demasiado grandes. No consideraba correcto dejarlos solos si es que llegaba a armarse de valor para salir al bosque, o incluso, no consideraba correcto llevárselos consigo.

¿Pero y su abuela? Sabía que su tía y Amanda habían salido al bosque también, por lo que estaban solos con ella. La situación lo hizo lagrimear de desesperación, y al ver ese gesto impotente, los gemelos se sentaron con él, cada uno a los lados. Pero Joan prefirió apartar la vista, pues su orgullo le impedía dejar que ellos lo vieran así de débil.

—¿Qué tienes?

Él frunció el ceño.

—Jixy, Amanda y tía están en el bosque y...

—Y no les pasará nada. —Al oír esa voz, los tres muchachos desviaron a vista hacia la puerta. Su abuela estaba parada en el umbral, con una sonrisa mansa y tranquila, como si fuera ajena a la terrible catástrofe a la que se estaban enfrentando. Joan estuvo a punto de pedirle explicaciones con respecto a lo que había dicho, pero ella, como adivinando lo que iba a decir, lo detuvo con un ademán de manos y dijo—: No les pasará nada, porque la hija del sol va a interceder.

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Joan estuvo a punto de pedirle explicaciones con respecto a lo que había dicho, pero ella, como adivinando lo que iba a decir, lo detuvo con un ademán de manos y dijo—: No les pasará nada, porque la hija del sol va a interceder        

Se quedaron mirándose uno al otro.

Divagantes.

Errantes.

Viendo al contrario como si fuera un espejismo, como si fuera un fantasma que su propia mente había creado.

El corazón de Amanda retumbaba con fuerza, un insistente golpeteo que la instó a abrazar al hombre que alegaba ser su padre. Él no opuso resistencia y le devolvió el gesto, sólo que con mayor intensidad, como si estuviese sosteniendo un trozo de la tela más apreciada y hermosa del mundo. Después de un rato, el rubio se separó de su hombro y volvió a sonreír, pero luego esa expresión se borró de pronto, como si hubiese sido asaltado por un mal pensamiento.

—¿Cuántos años tienes...? —le preguntó de pronto, alejándose para recorrerla con la mirada, con sus ojos llenos de perplejidad.

—D-dieciséis...

—¡Tan grande! ¡por Dios! —El hombre arrancó uno de los dibujos de galaxias en un arrebato de ira que hizo sobresaltar a la rubia. Le dio tristeza ver la hermosa ilustración caer al suelo, pero no quiso decir nada—. ¡Dieciséis años! ¡dieciséis, muchacha! —El hombre se puso ambas manos sobre las sienes y cerró los ojos, murmurando algo en voz tan baja que Amanda no pudo entender qué era. Se veía vacilante, como analizando algo entre sus profundos pero caóticos pensamientos. Luego en sus labios se dejó ver una sonrisita entre chistosa y desganada—. Oh... estoy muy viejo.

Ella rio bajito, con el rostro pálido y carente de emociones. A su cerebro le costaba asimilar todo lo que acababa de suceder, por lo que su expresión seguía siendo la de una niña perdida en un mar de confusiones. Pero sus ojos grises observaban al hombre rubio con aire de fascinación, siguiendo cada uno de sus movimientos y, a la vez, encontrando en ellos un no sé qué indicativo de familiaridad.

Oh, su padre. Su padre.

—¡Dieciséis! —Luego de gritar el dichoso número otra vez, una nueva preocupación dominó su semblante. Lo vio maldecir en voz baja, pero luego sus facciones se relajaron y se acercó a ella con paso tranquilo, como queriéndola tranquilizar—. ¿Estás bien?




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