La maldición del sol

Capítulo XXI: Un sol cínico y destructivo

Para algunas personas dormir y despertarse con los primeros rayos del sol es lo mejor del universo. Pero hay otras que ni siquiera llegan a dormir, esas otras que pasan la noche en vela haciendo cosas que se consideran de provecho.

Y este era el caso de la pobre castaña, que caminaba descalza sobre el frío mármol del templo en busca de un sitio para escapar de su tutora. Al ser una de las aprendices, la maestra formadora (es decir, el diablo mismo), la trataba como la mierda. Y no como una mierda de reyes, no, la mierda de un pobre pordiosero.

No había dormido en toda la noche escuchando su clase, y la cosa esa fea (es decir, la tutora), pretendía seguir con su cantaleta por el resto del día. Pero Ágata no iba a soportarlo, no iba a pasar el resto de su día con aquella cosa horrenda enfrente.

Esa cosa horrenda que no hablaba, sino que escupía.

Lo único que le daba pesar era haber dejado a su amiga con aquella cosa. Y es que sí, Ágata le había pedido permiso a la tutora para ir al baño, y disimuladamente había tomado cierta desviación.

En otras palabras, había huido despavorida, y ahora se encontraba recorriendo la inmensidad de los pasillos con un semblante nada amistoso. El tiempo sin dormir había dejado ojeras bajo sus ojos, y su mandíbula tensa y manos empuñadas no terminaban de embellecer su postura. Tenía la apariencia de una persona que quiere matar al primer ser vivo que se encuentre.

«Los aprendices no deben tener esa clase de ataques de ira» recordó la insufrible voz de la tutora, siempre con aquella sonrisa de lápiz labial mal aplicado. Y lo peor de sus consejos en contra de la ira era que sólo la terminaban de enfadar.

«Cálmate» le decía.

¿Calmarse? Una sonrisa cínica se formó en sus labios al pensar en eso. Sin embargo, el cansancio volvió a atacarla y segundos después ya estaba apresurando el paso al distinguir la milagrosa puerta de su habitación. Ágata era consciente de que podía haberse ahorrado la caminata y simplemente volar hacia allá, pero estaba demasiado agotada para eso y no pretendía correr el riesgo de que la descubrieran.

Abrió la puerta del cuarto de un golpe salvaje y se metió allí, observando la pequeñez del lugar con cierto aire de fastidio en los ojos. Pero, a esas alturas, ¿Qué importaba? La cosa fea esa (la tutora) la mantenía ocupada todo el día como para que le diera tiempo de quejarse de algo, o de siquiera respirar en paz, o de dormir más de hora y media...

«Dormir. Dormir. Dormir.»

Sí... su cuerpo necesitaba dormir. Se acercó a su cama arrastrando los pies y se dispuso a tirarse ahí, pero en sus labios se formó una mueca desganada cuando vio que había un montón de papeles sobre la superficie, papeles de apuntes inútiles que la cosa fea esa les mandaba a recordar.

Algunos eran suyos, y otros de su amiga, la que se encontraba todavía con la maestra.

«Me vale una enana roja» pensó para sí, tirando todos los papeles al suelo para tirarse sobre la cama. En esos momentos todo le valía, todo le valía lo más mínimo, incluso le parecía poco importante el lío en el que se iba a meter si la llegaban de descubrir. Pero su cabeza estaba demasiado cansada como para pensar en los pros y contras de la situación, por lo que no tardó mucho en quedarse dormida.

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Pero su cabeza estaba demasiado cansada como para pensar en los pros y contras de la situación, por lo que no tardó mucho en quedarse dormida        

—¡Ágata! —El asustado grito que escuchó la hizo salir de la profundidad de sus sueños. A primera instancia su corazón empezó a latir más rápido ante la idea de que la tutora estuviese en la habitación, pero luego ese miedo se disipó al ver que era su compañera de cuarto la que la mirada con ojos sorprendidos.

Siempre le había causado un poco de gracia lo opuestas que eran. Ella siempre asustadiza y preocupada por los pensamientos de la tutora, mientras que Ágata parecía valerle lo mismo si la expulsaban del mundo de los dioses o simplemente la dejaban ahí.

—Mella... no entres gritando así... —refunfuñó la castaña, llevándose una mano a la cabeza cuando aquella área empezó a dolerle. Su cuerpo le agradecía el haber dormido, pero la sensación de estar desorientada la hacía sentir mal—. ¿Qué es lo que pasa?

—¿Que qué es lo que pasa? —La joven de cabello plateado pareció bufar ante aquella pregunta, un poco histérica, un poco inestable, un poco temerosa. Sus ojos grises fulminaban a la castaña de una forma nada normal—. ¡Madame Daisy está viniendo para acá! ¿dónde estuviste todo este tiempo?

—Pues aquí, ¿no ves? —espetó, bajándose de la cama, pero sin poder evitar la tensión en su cuerpo al oír el nombre de la cosa fea esa. Muy en el fondo podía decirse que estaba aterrorizada por lo que pudiera hacerle, pues casi siempre que la hallaba desobedeciendo las órdenes le imponía un castigo. Incluso se lo había llegado a imponer a Mella también, algo sorprendente ya que ella era una de las más tranquilas en el grupo.

Daisy no tenía piedad. Le pagaban por ser detestable y odiosa.

Las chicas se intercambiaron algunas miradas de preocupación, pero aquello no duró mucho ya que un salvaje aporreo en la puerta las hizo sobresaltar. La enormidad del cuerpo de la tutora entró en la habitación con una sonrisa chueca y cínica en los labios, la detestable sonrisa de lápiz labial mal puesto que Ágata tanto odiaba.

Pero había cosas más horribles en esa mujer, como el resto de su cuerpo, que a veces (bromeaba Ágata), daba la impresión de haberse comido un caucho en la infancia y que no se hubiese podido salir, quedándose atorado en sus caderas. Pensar en eso hizo que la castaña soltara una mini risita, pero al darse cuenta se cubrió la boca para intentar esconderlo.




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