La maldición del sol

Capítulo XXVI: Lunito, serás el rey

You lost your mind in the sound
There's so much more, you can reclaim your crown
You're in control
Rid of the monsters inside your head
Put all your faults to bed
You can be King again.

Entre constantes y dificultosos tosidos Tye logró salir de su profundo estado de inconsciencia. La capucha que llevaba siempre le cubría los ojos, por lo que no pudo ver su alrededor hasta que se la apartó de la cara.

Ya con el campo visual despejado, se dio cuenta de que ya no estaba en el bosque con sus compañeros... no, no, no. Estaba... no sabía cómo describirlo, todo era una inmensa blancura que seguía extendiéndose hasta dar la ilusión de no tener fin. Brillos fantasiosos color plata se arremolinaban alrededor de su desconcertada cabeza conforme avanzaba, adentrándose en aquel lugar tan cegador y blanquecino.

Se sentía mareado, pero no por los brillos, sino por el dolor de cabeza que lo atormentaba desde que había abierto los ojos. De sus temblorosos labios se escapó un suspiro quebradizo al pensar en el montón de cosas que habían sucedido antes de quedar inconsciente, y al recordar todos los actos, la idea de que había muerto atravesó su cabeza como si fuese una bala perdida.

¿Había muerto? ¿por esto estaba en ese lugar blanco tan inquietante?

—A-a... ¡Amanda! —gritó, colocando las manos alrededor de su boca para amplificar el sonido. Lo único que le respondió fue el silencio, el inmenso silencio. A lo lejos las paredes imaginarias llenas de blancura se extendían hacia regiones del infinito—. ¡Meissa! ¡Adhara! —El pelinegro ya estaba llorando de desesperación—. ¡Zahira! ¡¿alguien me escucha?!

«Alguien sáqueme de aquí, por favor.»

Empezó a correr tan rápido como sus piernas podían dentro de aquel fantasioso sitio, mientras miles de chispas plateadas se le atravesaban en el camino. Su corazón latía con un ímpetu frenético, casi la misma velocidad de su respiración entrecortada y jadeante.

Tenía miedo. Odiaba estar solo.

El sonido de sus pasos azorados rebanaba el silencio, creando un eco repetitivo que terminaba rebotando en todas partes hasta terminar de asustarlo. La sensación de estar siendo perseguido aumentaba con cada paso que osaba en avanzar, terminando por arreciar los latidos del asustado pelinegro.

Alguien venía detrás de él, podía sentirlo.

Ya comenzaba a derramar lágrimas de frustración en cuanto perdió el equilibrio, cayendo de bruces al suelo. Metió las manos para proteger su rostro, pero no pudo evitar recibir un terrible dolor en el pecho a la hora de caer. De sus temblorosos labios no paraban de salir gimoteos frustrados ante todas las cosas que le estaban sucediendo.

«Ya... ya no puedo con esto.»

—¿Necesitas ayuda? —Una voz, tersa y angelical acabó con el agónico silencio lleno de sollozos desesperados. Era un tono tan bello, tan hermoso... tan delicado que hizo vibrar todos y cada uno de los sentidos del abrumado pelinegro. Quiso alzar la cabeza para ver quién era aquella mujer que le hablaba, pero antes de poder hacerlo ella lo sujetó para ponerlo en pie con una dulzura casi maternal.

A primera instancia Tye no pudo ver quién era ya que su capucha negra se le atravesaba entre los ojos, algo a lo que la mujer frente a él soltó una risa divertida. Él frunció el ceño como respuesta, ¿por qué se reía? ¿acaso le parecía gracioso verlo en ese estado tan frágil y miserable?

Hubo silencio.

Tye se acomodó el suéter con dificultad y volteó a ver a su acompañante, encontrándola de espaldas. Al verla su corazón fue invadido por un frenesí casi anormal, empezando a latir como loco como si en cualquier momento se le fuera a salir en pecho. Sus ojos derramaron lágrimas casi inconscientemente, cayendo como cascadas luminosas por sus pálidas mejillas.

Miles de imágenes empezaron a manifestarse en su memoria con cada pestañeo, como voces de su fantasmal pasado pidiéndole respuestas acerca de lo que sus ojos estaban observando. Lloraba sin poder contenerse, sin poder salir de la parálisis en la que su cuerpo lo había obligado a estar. Un pestañeo. Un recuerdo.

Un recuerdo que parecía una daga filosa enterrándose en su cráneo.

Ese precioso cabello plateado que caía como cascada por sus hombros, el vestido blanco, ese encanto tan dulce...

Su cuerpo temblaba, sus labios también, tanto que le costó pronunciar esa palabra. La palabra que había dejado de decir luego de su huida del mundo de los dioses.

—M-mamá...

Era... ella.

—Pensé que no me reconocerías. —La mujer volteó a verlo de soslayo, sonriente. Su rostro no había cambiado nada, el muchacho lo tenía grabado a fuego en su memoria como para que se le borrara. Era ella, ¡era ella! Había un extraño cóctel de emociones estallando salvajemente en su interior.

Era... era imposible. Imposible.

La mujer se dio completamente la vuelta, conectando esos hermosos ojos grises con la silueta de la luna que ambos tenían. Un encanto y característica propia de la familia de la luna. Poco a poco Mella fue abriendo sus brazos para recibirlo, impaciente por tenerlo cerca. Sus ojos grises estaban empañados.

—¡...! ¡m-mamá! —El muchacho se tiró a los brazos de su madre, llorando cascadas de lágrimas brillantes que terminaban por hacer un enorme charco en el suelo. La mujer lo apretó contra su hombro, acariciándolo con aquella dulzura que siempre le había dedicado a él y sólo a él. A su pequeño príncipe—. M-mamá, m-m-ma, mamá, ma... —Y el resto de sus palabras fueron ahogadas por el copioso llanto.

Poco a poco aquel vacío con el que había tenido que lidiar se fue desvaneciendo, siendo remplazado por una reconfortante calidez. Todo el peso sobre sus hombros pareció desvanecerse al estar entre los protectores brazos de su madre, nadie podría lastimarlo ahora, nadie podría hacerle daño. Ya no tendría que preocuparse por nada.




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