La maldición del sol

Capítulo XXVII: Sin límites

Había ruido, mucho ruido.

La sensación de estarse ahogando era tan insoportable que tuvo que abrir los ojos de golpe, empezando a respirar agitadamente entre la inmensa oscuridad que la rodeaba. No recordaba nada... no recordaba nada... al cerrar los ojos eran vagas imágenes las que pululaban frente a ella, muchas cubiertas por una espesa neblina muy dura de disipar.

Amanda siguió moviéndose en un desesperado intento por descubrir dónde estaba, pues la oscuridad que hacía no era nada normal y dudaba estar a mitad del bosque. No, eso era imposible, además de que los ruidos metálicos que se oían desvaloraban esa hipótesis.

Intentó levantarse pero fue detenida por las cadenas que rodeaban sus brazos  y tobillos. Mierda, apenas se daba cuenta de que tenía aquello, y desgraciadamente pesaban demasiado como para intentar romperlas. No, había que intentar otra cosa.

Apretándose los ojos fuertemente logró recordar de forma difusa algunas cosas que habían ocurrido, formulando la idea de que a lo mejor los del mundo de los Dioses la habían capturado para siempre y que no la dejarían ir nunca. Su cuerpo se estremeció de remordimiento al pensar que moriría ahí mismo, completamente sola.

Oyó un tosido.

¿De verdad estaba sola?

—¿H-hay alguien ahí? —Su pregunta pareció hacer eco entre las paredes de su prisión, repitiéndose varias veces hasta ir bajando de volumen. La rubia se encogió de hombros con algo de inseguridad ante las probabilidades de estar siendo acompañada—. ¿M-Meissa...? ¿papá...? —Nadie respondía a sus llamados, ¿qué tal si estaba ahí encerrada con alguien que ni siquiera conocía? A ese punto sus ojos ya querían dejar que las lágrimas corrieran libremente a través de sus mejillas.

Oyó otro débil tosido.

—¿H-hola...? —Su pregunta, de nuevo, fue absorbida por la inquietante mudez del oscuro sitio. Ya ni siquiera se escuchaban sonidos metálicos.

—E-enciende la luz... —La voz ronca y desganada que se oyó al otro lado la hizo vibrar de terror, pero luego de quedarse procesando el tono del desconocido, cayó en cuenta de que su voz no sonaba intimidante, sino más bien llena de dolor. Supuso que esa persona estaba herida—. Por favor...  enciende la luz.

—¿C-cómo? —Se sintió inútil por no poder cumplir las peticiones de su misterioso acompañante, pero de verdad no tenía ni la menor idea de cómo encender la luz en un lugar como ese. Ni siquiera sabía dónde estaba.

—E-en el centro del piso... —lo oyó toser, mientras el ruido metálico se hacía más sonoro. Su acompañante parecía estar levantándose del piso para cambiar de posición, ¿se le estaría acercando a ella? No podía saberlo—. Pisa el centro del suelo.

La rubia alargó su pierna hacia la dirección indicada, palpando lentamente qué clase de cosa tenía que presionar con el pie para cumplir la orden. Miles de zapateos furiosos resonaban en la habitación cada vez que no encontraba lo que quería, por lo que luego de unos segundos terminó frustrada y con una impotente mueca en sus labios.

—Creo que estabas cerca —dijo el extraño. Amanda dio un pequeño respingo al oír su voz más cerca de ella, como si estuviese casi a su lado. ¿Acaso era ella la que se había movido? ¿o había sido él?—. P-por favor, enciende la luz... no me gusta la oscuridad.

—B-bien. —Siguió palpando con su pie la lisa superficie, así hasta que su piel tocó una pequeña elevación en el suelo. Su corazón empezó a latir desbocado ante las probabilidades de que ese fuera el famoso interruptor, así que lo presionó con fuerza.

El sonido de su zapatazo esparció luz por todo el lugar, dejándole ver las paredes blancas, el piso blanco y el dibujo del sol que había en el techo. La rubia se quedó mirando la obra de arte con aire de fascinación en sus ojos grises, deleitándose con la delicadeza y precisión de sus trazos y la buena forma en que los diferentes tonos de amarillo se mezclaban.

Era... de seguro era el símbolo de su madre.

Sintió que algo se le revolvía en el estómago al pensar en ella. Incluso la había visto estando en el bosque; su mirada fría y autosuficiente la había hecho sentir inferior, como el objeto más inservible del mundo. Y ni siquiera se había dado la tarea de dirigirle la palabra, no, sólo se había alzado por los aires para después invocar a esa psicópata de nombre Hera.

Su madre... su madre no tenía corazón, pero no toda la vida había sido así. Hubiese tenido que ser diferente para que su padre se enamorara de ella de la forma en que lo hizo, por lo que a lo mejor ese drástico cambio de personalidad había nacido en su corazón luego de la pelea con su padre.

La pelea. Sí, sabía que algo malo había tenido que pasar en ellos como para que se hubiesen separado de esa forma, y el hecho de que John no le hubiese querido contar al respecto aumentaba su suspicacia entorno al asunto.

¿Qué había pasado como para que una madre maldijera a su hija?

Tendría que averiguarlo por su cuenta, y obviamente también tenía que escapar de ese sitio para ir en busca de los malditos del cielo.

—Ah... hola. —La rubia se sobresaltó al oír esa voz masculina llamándola. Se le había olvidado por completo que tenía un acompañante en esa improvisada prisión, así que viró los ojos hacia él para ver quién era. Su mirada se encontró con un muchacho de expresión cansada, con el cabello dorado como el sol y los ojos de la misma tonalidad. Llevaba puesta una camisa rasgada y  raída, de seguro por el tiempo de cautiverio al que lo habían condenado. Le dio pesar.

Pero no era eso lo que más le llamaba la atención, sino el hecho de que de su espalda sobresalían dos elevaciones que daban la impresión de que a aquel muchacho le habían arrancado las alas.

Al ver que lo miraba demasiado el chico se puso de frente para ocultar aquella herida.

—Lo siento —confesó la rubia, sabiendo que había metido la pata al observarlo demasiado. De seguro le causaba incomodidad que otra persona se enfocara en aquella peculiar característica suya—. No quise...




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