La maldición del sol

Capítulo XXVIII: Cobardía

Hera arrastraba a Amanda a través los pasillos hechos de piedra, en donde sus pasos reverberaban por las paredes hasta crear un eco repetitivo que las iba envolviendo poco a poco. La piel de la rubia se había crispado debido a la sensación de alerta que experimentaba al tener a una enemiga detrás, alguien capaz de cortarle la cabeza si llegaba a hacer un movimiento sospechoso.

Además, la forma en que la agarraba el brazo no era nada bonita. Había sentido dolor antes pero ahora era más fuerte que nunca, pues sentir las uñas de la muchacha clavarse en su piel lentamente le había llegado a arrancar algunos quejidos de molestia. Esa chica parecía no tener límites.

—¿A-adónde me llevas? —Su voz fue tan quebradiza que la propia Amanda se repudió por siempre ser tan fácil de intimidar. Como respuesta su acompañante largó una pequeña risita, una carcajada venenosa—. Dime...

—Ya vamos a llegar. —La chica juntó sus cejas, aún con aquella sonrisa en los labios. Luego de unos segundos de caminata las paredes antes toscas y feas fueron mejorando, así hasta que el camino se convirtió en un montón de escaleras que ascendían hacia quién sabe dónde.

Los ojos de la rubia observaron con terror la longitud de las escaleras, pero desgraciadamente no tuvo mucho tiempo de analizarlas ya que Hera empezó a hacerla subir. Sus pies tropezaban de vez en cuando y se esforzaba por no caer, pero se le hacía casi imposible basándose en los nervios que dominaban su sistema. No saber qué clase de cosas le esperaban al subir era la fuente de aquel miedo.

—Camina. —La orden de Hera salió acompañada de un picazo con sus afiladas uñas, por lo que la joven se limitó a morderse el labio para retener un quejido mientras asentía con la cabeza como gesto de sumisión. Lo mejor en ese caso sería no provocarla y obedecer.

Su única esperanza recaía en que, si al llegar a su destino la dejaba libre, podría hacer acopio de todas sus fuerzas para manifestar sus poderes y tratar de huir. Era arriesgado, pero no le quedaba más de otra.

Siguieron subiendo más y más hasta que un pequeño cuadro de luz se dejó ver al final de las escaleras. La iluminación se volvía más fuerte conforme avanzaban, y después de varios minutos de pequeños tropiezos, ambas jóvenes se adentraron en la luz.

A primera instancia la rubia tuvo que cerrar los ojos debido a la intensidad de la iluminación, pero al cabo de unos instantes su mirada se acostumbró. Sus ojos se abrieron de par en par al observar que estaban a mitad de un extenso piso aparentemente hecho de mármol. Como no había techo se podía observar a la perfección las nubes nocturnas, tapando el astro de la noche durante unos segundos. Las estrellas jugaban a ser los focos dentro de ese manto oscuro que era el cielo, mientras los suaves ventarrones se encargaban de sacudir los cabellos dorados de Amanda parsimoniosamente. Era... hipnótico.

Sencillamente hermoso.

Una suave exclamación de asombro fue escapando de los labios de la rubia conforme caminaban, obviamente ella no se daba cuenta porque su mente ya la estaba haciendo cavilar, metiéndola en ese universo de ideas de fascinación meramente infantil. El brillo en sus ojos parecía ser el de una niña que veía nieve por primera vez.

Sin darse cuenta Hera había desaparecido, dejándola a mitad del piso de mármol en completa soledad. Como primer instinto observó a los lados para ver si alguien la vigilaba, pero al no hallar muros en la costa, sacó su espíritu infantil y se despojó de sus zapatos, empezando a correr por la enorme extensión del lugar mientras daba saltitos.

No podía evitarlo, tenía que hacerlo.

Luego de su arrebato de descontrol se agachó en el piso para regresar los zapatos a donde pertenecían, pero el sonido típico que hace un enorme objeto al caer la hizo sobresaltar. El estruendo fue tan fuerte que su cuerpo terminó derribado en el piso duro, llegando a soltar un gruñido de impotencia debido a eso. Rayos. Había metido la pata con algo, podía sentir que alguien se le acercaba.

Empezó a mirar a todas partes con una paranoia casi enfermiza, al mismo tiempo en que sus latidos empezaban a tornarse más violentos y desesperados, como si su corazón buscara una salida de aquel cuerpo y su inminente destrucción.

Una silueta femenina se fue materializando a lo lejos, y luego de definirse bien se fue acercando a la rubia de a grandes pasos. En condiciones similares cualquiera hubiese buscado la forma de escapar, pero Amanda no. Por el contrario, en su sistema había empezado a crecer una incipiente curiosidad por ver a la persona que se le estaba acercando, por lo que se levantó haciendo acopio de toda su valentía y empezó a caminar hacia ella.

Un paso.

Otro paso.

Su corazón parecía querer estallar, pues en el fondo la joven sabía perfectamente quién era esa mujer. Sus ojos grises eran como dos espejos en los que se reflejaba la otra.

No tardaron mucho en quedar cara a cara.

—Madre —pronunció ella con frialdad, dedicándole una de sus miradas más inexpresivas. La mujer castaña seguía con la barbilla en alto, con los ojos repletos de esa constante impavidez que con el paso de los días se había robado su humanidad. O por lo menos esa era la imagen de monarca cruel que había mostrado luego de todo lo ocurrido.

—Tú —fue lo único que escapó de los labios de Ágata, empuñando sus manos suavemente alrededor del meneo de su vestido blanco de transparencias. Su figura se veía de lo más majestuosa embutida en una prenda como esa, pues resaltaba su altura y el poder que desprendía con sus miradas. Era como la diosa perfecta.

Y en esos segundos, madre e hija sólo se miraban.

Como queriendo leer los pensamientos de la otra.

En esos segundos Amanda aprovechó para ponerse en collar de esmeralda alrededor del cuello, como si la joya fuese una especie de arma contra el poder de su madre. Saber que lo llevaba puesto le daba cierto aire de seguridad con el que se sentía invencible, capaz de sostener la penetrante mirada de la mujer que tenía enfrente.




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