La maldición del sol

Capítulo XXX: Mundos interconectados

My satellite
Are you here tonight?
Shine your light and set me free
Take the darkness out of me
Shine on me

 

Hace dieciséis años

Los cabellos rubios de John se revolvían de un lado al otro por la velocidad de sus pasos a través del bosque nocturno. Revisó su reloj con una sonrisa para comprobar que no hubiese cometido ningún error. No. Todo era perfecto. Eran las ocho en punto.

Ni un minuto más.

Ni un minuto menos.

—¡Mi satélite! ¿estás aquí esta noche? —gritó a las estrellas luego de haber llegado a su destino. Sus ojos grises brillaban de asombro ante el movimiento de las constelaciones sobre aquel manto oscuro que era el cielo, un completo paisaje que daba la ilusión de haber salido de un mundo de fantasía—. Mi satélite... ¿me oyes?

Como queriendo responder a su pregunta, un potente halo de  luz descendió de las estrellas, iluminando los ojos del rubio de puro asombro. Poco a poco la luz fue tomando forma hasta convertirse en la silueta de aquella joven castaña de ojos grises que tanto había esperado desde el día anterior.

John se levantó de su lugar para ir a abrazarla, pero la forma en que la joven cayó al suelo sin fuerzas lo detuvo de golpe. Ágata, Ágata siempre había sido firme... ¿qué le pasaba?

—A-Aggie... —El rubio se acuclilló a su altura, sorprendiéndose por la forma en que ella se dejaba abrazar sin emitir reproche. Usualmente luego de una batalla de gruñidos chistosos ella se dejaba envolver entre sus brazos, pero ahora estaba temblorosa y frágil. Aquello no sería propio de ella a menos que...—. ¿Qué te hizo esa mujer ahora, eh?

Ella sollozó en voz baja, volteándose para observar las estrellas con sus empañados ojos grises. Trataba de esconder sus lágrimas de quien había llamado su novio hace un año y medio, pero la preocupación del rubio le impedía lograrlo.

—Sólo no quiero volver a ese maldito lugar. —Lo miró, con una frágil sonrisa en los labios. John era una de las pocas personas que tenía el derecho de verla derramar lágrimas, pues la confianza que sentía hacia él le daba la certeza de que jamás se burlaría de su dolor. Era la segunda persona más dulce que conocía, después de Mella.

—¿No quieres volver? —John recostó su barbilla sobre el hombro de la castaña, entrelazando sus manos—. ¿Puedo preguntar qué pasó?

—Estoy cansada de sus reglas, m-me tienen harta, John. —Su tono fue desesperado—. Es como si todos estuvieran metidos en un club del drama. Todos... todos son unos pedazos de...

—¿De mierda?

—¿Cómo lo supiste?

—Te encanta esa palabra.

Ella rio, tranquilizando al rubio.

—Tú me gustas más que esa palabra.

—Qué... ¿halago?

Ella se sorbió la nariz, soltando una desganada risita.

—Me gustaría un descanso de todas esas reglas, sólo... sólo un simple respiro. —Suspiró con pesadez, pegándose al pecho de su compañero para sentir el retumbar de su corazón. Era algo relajante, por eso cerró los ojos para concentrarse en sus rítmicos latidos—. Siento que pierdo energía cada vez que las veo... me siento más débil, John.

—Puedes descansar en la tierra cada vez que quieras —dijo el muchacho, arrugando las cejas al sentirse impotente. A pesar de su noviazgo esos problemas de Ágata siempre lo hacían sentir como un cero a la izquierda, lejano a ese universo que desconocía casi en su totalidad—. Me gustaría ir ahí y hacer que Madame Daisy se trague mis flechas —bromeó— ¿No te gustaría?

Ella frunció los labios, tirando su cabeza hacia atrás para recostarla sobre los hombros de su compañero.

Ambos suspiraron.

—Sí, esa mujer es tan gorda que de seguro le cabrán varias flechas...

John soltó una risa ahogada.

—Tengo que verla algún día.

—Mejor no. —Ágata se apretó más contra él, inquieta por el frío y el cansancio que azotaba su sistema. Estaba luchando por no dormirse pues en sus demás encuentros con John siempre estaba soñoliena, y de seguro a él ya le disgustaba aquella actitud suya.

Pero no era que él fuese aburrido, era que Madame Daisy no ña dejaba dormir ni un solo segundo dando la clase. Cada vez era más estricta.

Y a pesar del cansancio, tenía que seguir viendo a John. Él era su único respiro de aquella fatigante sociedad en donde vivía.

—Tienes sueño... —observó el joven de ojos grises, meciendo el cuerpo de Ágata tranquilamente—. ¿Madame Daisy sigue desvelándote?

—Estoy bien. —La castaña frunció en ceño, tensa de pronto. No le gustaba la condescendencia en el tono del muchacho—. No te preocupes así.

—Tú... —John se mordió los labios, ahora él estaba tenso. Amaba demasiado a esa diosa como para simplemente ignorar sus dolencias, la adoraba tanto que a veces no podía creer que el sentimiento fuese mutuo; porque él ya se lo había confesado, pero ella seguía guardando ese sentimiento. A lo mejor era esa momentánea timidez que mostraba de vez en cuando.

Sin darse cuenta, la mirada de la joven seguía enfocada en sus movimientos. Era como si lo estuviese investigando a fondo.

—¿Qué ibas a decir? —inquirió ella.

—Que te amo. —La miró con dulzura, pero también un poquito suplicante—. ¿Me amas?

—No me aferraría tanto a ti si no.

John esbozó una sonrisa, complacido por la respuesta.

—¿Entonces me permites preocuparme por ti?

—Un poquito.

—Quiero que descanses. Te ves exhausta últimamente. —John le sostuvo la barbilla para que lo mirara a los ojos. Era imposible que se negara a algo cuando la miraba de esa forma tan firme—. Por favor...

—Está bi... ¡Ah! —Aquella exclamación escapó de sus labios cuando el rubio la levantó de golpe, dando vueltas y vueltas sin dar chance a que ella saliera volando de ahí. La tenía fuertemente atrapada para que no huyera—. ¡Basta! ¡John, basta de idioteces!




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