La maldición del sol

Epílogo

El corazón de todo el grupo latía con desconcierto, mientras en sus mentes volaban cual insectos miles de preguntas sin contestación lógica. ¿Acaso...? ¿acaso las palabras de Hayes eran ciertas? ¿John no estaba muerto?

Todo empeoró cuando el rubio se incorporó de golpe, riendo a sonoras carcajadas que salían junto a esporádicas toses. Parecía estar a punto de ahogarse y morir de la risa, una mezcla agridulce de sentimientos que dejó a todos desconcertados.

Ágata parpadeó, perpleja al ver a John vivito y coleando, sosteniéndose el estómago debido al dolor que le causaban sus constantes risas.

Era el colmo.

—¡Su puta madre, John! —La diosa se puso en pie, encarándolo de forma amenazante. Sus ojos no habían reflejado tanta ira hasta ese momento, se sentía un simple títere en aquella treta de la que no sabía absolutamente nada. Y como de costumbre, Ágata se volvía una fiera sin control a la hora de molestarse—. ¡Eres un demente! ¡creí que estabas muerto! —Contuvo el impulso de darle una patada en la entrepierna, sólo por el mero hecho de estar con compañía. Sino no habría dudado en hacer tal cosa—. ¡Me mentiste! ¡eres un...!

—¡...! ¡papá! —Oponiéndose a la reacción de su madre, Amanda se lanzó a los brazos del hombre como si no hubiera un mañana. Los rayos del sol habían aumentado debido a las voraces sensaciones que estaban experimentado; Amanda felicidad y Ágata, además de eso, una ira incontenible contra la actitud de aquel hombre tildado de loco.

Meissa y Adhara se miraron fugazmente, como preguntándose qué rayos iban a hacer luego de tantos giros emocionales. Dirigieron una mirada rápida a Tye y lo vieron sonreír tiernamente, mientras alzaba los hombros como un solado que acababa de salir victorioso de una batalla.

Una batalla emocional.

La más difícil de todas.

—Estoy orgullosa de ti, lunito...

La voz de su madre fue transportada por el viento, en forma de un agradable susurro que sólo él tenía la capacidad de escuchar. El ambiente tan eufórico que llenaba su corazón de nuevas esperanzas, como esa sensación que se experimenta cuando se sale de un aprieto estando ya en las últimas.

Las cambiantes situaciones que habían tenido que pasar lo dejaba en claro. Y, a pesar de que el pelinegro de capucha hubiese acumulado un odio voraz hacia la diosa del sol por haber asesinado a su madre, no tenía el valor para lanzarse a pegar golpes como Amanda. No, con no hablarle demasiado era suficiente.

Meissa y Adhara pensaban lo mismo. No se le acercarían ni de broma.

—¡Quiero respuestas, John! —exigió Ágata, mientras su sangre hervía de impotencia. Zahira la observaba con algo de odio acumulado, pero una caricia por parte de Hayes logró hacerla bajar la guardia aunque fuese por unos segundos. Ella gruñó un poco, y por su parte, Ágata seguía con su búsqueda de explicaciones—. ¡La que te va a caer si no hablas!

—Ya, ya... —John sonrió, dejando un último beso en la frente de su hija. A pesar de haberse reído como un demente minutos antes, en su cuerpo se percibían rastros de dolor agudo por el terrible golpe; algunos de sus movimientos carecían de esa fluidez y soltura que lo caracterizaba, de la misma forma en que su pecho se movía a los lados debido a su acelerada respiración. Aunque fuese poco, algún daño tenía—. Acepto que casi me muero allí abajo —dijo, bajo la mirada asesina de quien alguna vez consideró su novia, alguien que nunca dejó de amar con toda su alma a pesar del paso del tiempo—. Me quedé inconsciente, sí, pero al despertar y... —Sonrió con algo parecido a la ternura brillando en sus ojos—. Al ver que hablaban de forma tan unida ustedes dos. —Señaló a ambas—. No quise despertar hasta que la tensión entre ustedes desapareciera. Sólo quería unirlas.

Ágata quiso objetar, pero al abrir la boca sólo pudo proferir un cansado suspiro. Ese hombre estaba demente, no era mentira, pero por muy extraño que fuese le encantaba aquella demencia. A lo mejor era cierto, ambos estaban jodidamente locos.

—Mierda, John... —La mujer se llevó las manos al rostro, temblando entera. Su cabeza simplemente se negaba a aceptar que luego de tantos años de estar lejos del otro él hubiese arriesgado su vida para hacerla entrar en razón—. Te amo, imbécil.

El rubio sonrió satisfecho.

—Pero necesito que se vayan —completó la diosa, deshaciéndole la sonrisa—. No pueden seguir en este mundo y es necesario que...

—¿Así que luego de hacernos sufrir nos echas y ya? —Fue la primera vez que Tye se dignaba a dirigirle la palabra. Pero no era eso lo sorprendente, sino que el joven había tenido el valor de levantarse para después sacar sus ojos del anonimato, dejando a relucir la media luna marcada en ellos. Ágata tembló al reconocer esos orbes luminosos y plateados—. Sí, soy el hijo de la mujer que asesinaste.

—El hijo... —Los labios de la castaña temblaron de pronto—. ¿El hijo de Mella?

Tye rompió en llanto, asintiendo con pesar. Jamás pensó que mirarala a los ojos lo haría sentir tan miserable.

—¡Soy yo! ¡soy yo! —le espetó en un deliberado ataque de histeria, pero aún incapaz de alzar una mano en su contra—. ¡El niño que dejaste sin madre! ¡monstruo! ¿cómo debería sentirme? ¡monstruo! ¡monstruo! ¡maldito monstruo!

—Tye...

Pero el sollozante pelinegro estaba muy avergonzado como para seguir exhibiendo su vergüenza. Por eso corrió y corrió escaleras abajo hasta toparse con los pasillos de pinta medieval, escapando de su dolor a pesar de saber que su madre jamás lo dejaría solo.

Lo que le dolía ahora era mirar a esa desalmada mujer y no encontrar en ella más que arrepentimiento. Se sentía un cobarde por no poder golpearla como quería, hacerla sentir miserable como debía merecer. En el fondo deseaba, aunque fuese un poquito, que John hubiese muerto para que ella se sentiera miserable.

A sus espaldas escuchó pasos y supuso que era Amanda, por lo que apresuró el paso para huir. Su campo visual se reducía a un simple rectángulo borroso por las lágrimas, pero aun así logró avanzar hasta que llegó a un callejón sin salida.




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