La mancha del imperio

Bajo la tormenta del emperador bestia

El carruaje avanzaba entre los senderos helados, cubiertos por la bruma de la madrugada. Aurora llevaba horas sintiendo esa presión en el pecho que aparecía siempre que Kael se alejaba. Él cabalgaba unos metros atrás, escoltando desde la retaguardia como si temiera una emboscada en cada árbol torcido.

La tensión se volvió casi insoportable.

Aurora abrió la cortinilla del carruaje.

—Kael… ¿falta mucho?

Él levantó la vista hacia ella. Sus ojos dorados se suavizaron apenas.

—No. Quédate dentro. No me gusta este camino.

Ella quería responder, pero el carruaje dio un salto brusco. Un crujido. Luego otro.

Antes de que pudiera gritar, el eje cedió. El mundo se volcó.

Aurora fue lanzada hacia un costado, su cuerpo golpeado por la madera. Sintió un estallido de dolor en ambas piernas, un ardor tan agudo que por un momento creyó que el aire se había congelado dentro de su pecho.

El carruaje rodó solo una vez, pero bastó.

El silencio que siguió fue peor.

—¡Aurora! —rugió Kael.

Las puertas fueron arrancadas como si fueran papel. Él la tomó en brazos con una delicadeza que contrastaba con la furia vibrando en su respiración.

—No… no puedo moverlas —susurró Aurora, temblando.

Kael posó una mano bajo sus rodillas, apenas un roce. Su mandíbula se tensó.

—Están fracturadas —murmuró, con la voz rota por la rabia contenida—. ¿Quién ordenó poner este maldito carruaje? ¿Quién se atrevió a exponerla?

Un soldado intentó hablar. Kael lo miró, y el hombre se calló de inmediato.

—Tranquilo… estoy bien —mintió ella, aferrándose a su cuello.

Él la sostuvo más fuerte contra su pecho, como si temiera que incluso el viento pudiera dañarla.

—No, Aurora. No estás bien. Y juro por mi sangre que el responsable pagará.

Mientras avanzaba con ella en brazos, Kael hablaba en un murmullo áspero, entre miedo y posesión.

—Eres mi mujer. Mi esposa. La futura madre de mis hijos. No dejaré que nada… nada, te toque otra vez.

Aurora apoyó la frente en su pecho. Escuchaba el latido desbordado, la respiración entrecortada. El emperador bestia no temía a ejércitos ni a imperios… pero al verla herida, parecía quebrarse.

—Kael… —susurró.

—Te lo prometo —dijo sin detenerse—. Sanarás. Y cuando vuelvas a caminar, lo harás sostenida por mis manos.

La lluvia empezó a caer. Él no se cubrió. Solo la protegió con su cuerpo mientras avanzaba hacia el castillo, decidido a desatar su furia sobre cualquiera que hubiera puesto en riesgo a la mujer que llamaba suya.




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