La Mansión De Wisteria

II: La Chica de La Gata

El sol ya casi se había ocultado para cuando llegué al invernadero.

La edificación se erguía ante mí de forma impresionante. Aún era indistinguible lo que había en su interior, y la creciente oscuridad hacía que los colores interiores no se pudieran ver bien. Vague hasta encontrar una puerta. Hecha del mismo material que las paredes. Tire del pomo para abrirla, pero me hallé ante una resistencia de la que, en mi curiosidad, no me había percatado. Había un candado de apariencia vieja y olvidada asegurando que gente como yo no tuviera acceso dentro.

El hierro estaba frío y oxidado a partes iguales. Me mordí el labio e intenté forzarlo abierto sin éxito. Debería haber otra entrada, ¿cierto? Al momento de pensarlo lo descarté. Imaginé que no habría necesidad de tener más de una entrada. Aun así, pensé en dar una vuelta alrededor.

Mantuve una de mis manos en la pared de cristal, rozándola mientras caminaba sin prisa. A mi lado, oí un ronroneo y mis ojos cayeron en la gata que corría a mi encuentro. Le di una sonrisa y me acuclillé para recibirla con una caricia. Maulló contenta por la atención.

—¿No te dejan entrar, eh?

Al parecer era una gata callejera que había venido a parar en los jardines. Miré su cuello y no tenía ningún collar que la identificara. Tenía sentido que fuera a parar aquí. Era un lugar lleno de naturaleza, amplio y cerrado, suficientemente grande para quedarse que a la vez le brindaba seguridad de cualquier animal grande o peligro del pueblo.

A la distancia vi una silueta salir de la puerta por la que yo había entrado. Se trataba de unos escalones amplios y pomposos, que daban a una entrada similar a la principal. Ya estaba oscuro, la silueta parada frente a la luz que se escapaba parecía estar buscando a alguien. A este ritmo, iba a darle un ataque de nervios a mi madre por mis constantes deambulaciones por la mansión. Me sentí algo culpable. Se suponía que debía portarme lo mejor posible, con la menor presencia posible.

La gata ladeó la cabeza sutilmente y me lamió el dedo. Volví mi atención hacia ella.

—¿Qué tal si vuelvo luego con algo de comer para ti? Te gustaria, ¿Sí?

Le pasé la mano por la cabeza y ronroneó sonoramente.

Poniéndome de pie, recordé la razón original de mi visita. Volteé a ver el invernadero. Era muy temprano para admitir la derrota ante mi curiosidad. Pero por esa noche era suficiente. Eventualmente vería lo que había dentro.

Me despedí de la gata. Ella no quiso despedirse y me siguió hasta la puerta, trotando ligeramente. Cuando finalmente alcancé la entrada, ya abandonada por mi madre, vacilé un poco. La noche ante mi estaba estrellada. El aire fresco y el murmullo de las hojas por la brisa eran muy agradables. Por un momento, me senté en los escalones de la entrada y me quedé ahí con los ojos en ningún punto fijo. La gata se tumbó a mi lado. Parecía dormida, pero había pasado muy poco tiempo para que de hecho se durmiera.

No era muy tarde. Estaba oscuro, pero en esa época del año oscurecía temprano. Calculé que la cena debería estar lista pronto. La única prisa que tenía era cambiarme a un vestido que no oliera a gata, y lavarme las manos para que no olieran a hierro oxidado.

Pero mi madre debía estar histérica. Más que mi padre, quien prefería dejarle a ella la responsabilidad de organizar mis asuntos, y que Max, quien a pesar de preocuparse por mí, probablemente asumiría que yo estaba leyendo en algún lado. Aun así, me parecía ridículo que mi madre tratara la primera noche como una preliminar cuando obviamente no habían suficientes sujetos como para que yo tuviera alguna presencia.

No quería pensarlo, pero era un poco sofocante. Mi vida hasta ese momento se sentía como una pecera. Sus paredes de cristal permitían que uno olvidara que se hallaba encerrado, expectante de que alguien te cambiara de sitio, te alimentara o te guiara en alguna dirección. Pero de vez en cuando, te chocabas de lleno con la pared.

Me pasé la mano por el pelo, accidentalmente sacando algunos mechones del recogido que me había hecho mi madre. Frustrada, metí aquellos mechones detrás de las orejas y tiré mi cabeza hacia atrás. Viendo el cielo, sentí que era más grande que yo, que mis circunstancias, que esta mansión, incluso, y eso fue reconfortante.

—Le agradas.

Me sobresalte al oír una voz profunda detrás de mí. Me paré en un movimiento torpe y di la vuelta para encontrar frente a mí a alguien a quien ya había visto. No, no era eso. Se veía familiar, pero definitivamente no nos conocíamos.

Era un chico de mi edad o mayor con el pelo azabache tirado hacia atrás sin éxito. Sus rasgos agudos me recordaban a un vampiro. Tenía los ojos grisáceos y la nariz afilada. Aún sin sonreír, pude notar líneas de expresión que lo hacían ver simpatico. Debía ser una cabeza más alto que yo, pero al estar parada unos escalones más abajo, probablemente era una mala aproximación. El joven estaba vestido con una chaqueta negra y pantalones a juego. Llevaba una capa sobre uno de sus hombros, como si perteneciera a la milicia.

Abrí la boca y la cerré de inmediato.

—Eh, ¿Qué dijiste?

Admito que estuve muy distraída estudiándolo para recordar qué había comentado. Fruncí un poco el ceño.

El joven alzó la barbilla en dirección a la gata.

—Le caes bien.

—Ah, sí. Supongo que me tomó cariño.

Me observó por un momento. Sus ojos eran gélidos. Su comentario no era por hacer conversación, se veía genuinamente intrigado por el hecho de que la gata se hubiese fijado en mi. No al revés.

—¿Le diste comida?

Ladeé la cabeza.

—No, ¿estaría prohibido si lo hiciera?

Meramente se encogió de hombros.

—No, pero explicaría el porqué te sigue.

—Claro—dije simplemente. Volví a fijarme en su atuendo. Se veía formal, más de lo que requería la noche. Tal vez era uno de los invitados, llegado luego de nosotros, que esperaba hallar gracia ante el resto. Pero su pregunta indicaba propiedad. —Si es tuya, ¿por qué no lleva collar?




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