La manzana prohibida

El nombre que nunca dije en voz alta

El probador olía a rosas marchitas. Era un aroma artificial, colgado del techo junto a un pequeño ventilador que zumbaba como un insecto atrapado. Frente a mí, el espejo reflejaba la imagen de una mujer que debía verse radiante: cabello recogido en un moño bajo, ojos delineados con precisión, labios pintados en un rosa que prometía dulzura. Y sin embargo, detrás de todo ese esfuerzo… estaba yo. Vacía. Congelada en una escena que parecía prestada.

El vestido era perfecto. De encaje francés, escote corazón, una cola que se extendía como la estela de un cometa. Mis dedos rozaban el tul con una delicadeza que no sentía por dentro. Casi podía escuchar la voz de mi madre susurrando: “Evangeline, pareces una princesa”. Pero incluso las princesas deben amar a su príncipe, ¿no?

—¿Qué te parece? —preguntó Olivia desde afuera. Su voz era cálida, envolvente, como siempre. Mi mejor amiga desde que teníamos cinco años. La que sabía mis secretos… bueno, casi todos.

—Hermoso —dije, obligándome a sonreír. Abrí la cortina con lentitud. Sus ojos brillaron al verme, y luego me abrazó como si fuéramos niñas otra vez.

—Vas a ser la novia más bonita del año —dijo con un orgullo que me apretó el pecho. Porque si ella supiera…

No le había contado que soñar con casarme con Noah —mi novio desde hacía ocho años— me hacía sentir como si estuviera traicionándome a mí misma. Que la noche anterior había soñado con otros ojos, unos más oscuros, intensos, escondidos detrás de una sonrisa torcida que todavía podía provocarme escalofríos. Que cada vez que escuchaba su nombre —Milo— el mundo parecía tambalearse aunque estuviera de pie.

Milo Blackburn. El hermano mayor de Olivia. El chico imposible.

El chico que no veía desde hacía cinco años.

Y sin embargo, estaba de regreso.

Lo vi dos días después. En la librería del centro, mientras intentaba escapar de la elección de las servilletas para la boda. Olivia había dicho que fuera blanca marfil. Mi madre, crema. Noah, como siempre, se había encogido de hombros y vuelto a su teléfono.

Entré al local buscando aire. Y allí estaba. De espaldas, hojeando un libro de Murakami. Su silueta era inconfundible. Llevaba el cabello más corto, la barba más marcada. Los años le habían dado una firmeza nueva a sus hombros y una calma diferente en la forma en que respiraba. Pero era él. Mi herida abierta. Mi silencio más largo.

—¿Milo? —pregunté, casi sin darme cuenta.

Se giró. Sus ojos tardaron medio segundo en enfocarme, pero cuando lo hicieron, sonrió. No una sonrisa educada. Fue una de esas que se construyen desde el fondo del pecho.

—Evie… —dijo, con esa voz que parecía envolverlo todo.

No sabía que seguía recordando mi apodo. No sabía que el sonido de su voz podría volver a desmoronarme tan rápido.

—Vaya, cuánto tiempo —añadí, intentando sonar casual. Fallé.

—Cinco años, dos meses y… —miró su reloj— once días.

Me reí. Él también. Pero había algo en sus ojos que no reía del todo.

—¿Volviste a quedarte? —pregunté.

—Por un tiempo. Papá tuvo un susto con el corazón, así que… familia. Y tú… —su mirada bajó a mis manos—. Felicidades, supongo.

El anillo brilló como un faro. Y, por un instante, quise quitármelo.

—Sí, bueno. Me caso en dos semanas.

Él asintió. No dijo nada. Solo me miró con esa mezcla de ternura y tristeza que conocía demasiado bien. Y en ese instante, la certeza me golpeó como una ola helada: aún lo amaba. No a Noah. No al chico correcto que me había acompañado durante años, que conocía mi orden en el café y me abrazaba después de un mal día.

Sino a Milo. Al error. Al imposible.

Esa noche, Noah llegó tarde del trabajo. Traía sushi, como siempre. Me besó la frente y se sentó a ver una serie que habíamos empezado juntos pero que ahora miraba solo. Yo me quedé en la cocina, con el sushi intacto, mirando la ventana como si pudiera ver más allá de los edificios.

Noah era bueno. Era atento. Me cuidaba.

Pero no me veía. No como Milo lo había hecho siempre. Como si debajo de mi piel hubiese algo más digno de descubrir.

Tomé el teléfono sin pensar. Escribí:

“¿Querés tomar un café mañana? Me gustaría charlar.”

Lo envié antes de arrepentirme. Y su respuesta llegó menos de un minuto después:

“Claro. Siempre quise terminar esa charla que dejamos a medias.”

Apoyé la frente contra el vidrio frío.

Sabía que estaba al borde de algo. De una decisión. De un abismo.

Y lo más aterrador no era caer… sino querer hacerlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.