Nunca te pedí que me amaras igual.
Solo quería que te sintieras a salvo.
Que cuando el mundo se hiciera ruido,
pudieras esconderte en mi abrazo.
Fui ese lugar al que podías volver
aunque nunca llegaste del todo.
Puse mi pecho como escudo,
mientras tú afilabas palabras con las que no sabías herir,
pero lo hacías.
Guardé cada silencio tuyo
como quien dobla una carta que nunca fue escrita.
Te miré dormir,
y en cada parpadeo me prometía
que no importaba si no me elegías al final,
yo seguiría sosteniéndote en mi fe.
Nunca te culpé por no quedarte.
Yo tampoco habría sabido cómo amar
a alguien que amaba así.
Pero aún hoy,
cuando me visto para salir al mundo,
me pregunto si tú recuerdas
cómo mi voz temblaba cuando decía tu nombre.
Si alguna vez notaste
que mis manos dejaban de temblar solo cuando tocaban las tuyas.
Me habría bastado un:
“Gracias por quedarte, aunque yo no supiera cómo.”
Nunca lo dijiste.
Y está bien.
No todos sabemos poner nombre al amor
hasta que lo vemos alejarse sin girar la cabeza.
Solo espero que si alguna vez
sientes frío en medio del verano,
o escuchas mi risa en medio del silencio,
sepas que no era cualquier amor.
Era el mío.
Y era real.