Tengo una máquina en el pecho
que llora constantemente.
A veces grita que la saque,
como si pudiera arrancarla
sin morir en el intento.
Otras veces prefiere dormir
y soñar contigo,
porque incluso el dolor la calma
si lleva tu rostro.
Tengo una máquina en el pecho
que ha tatuado tu nombre
en cada rincón oxidado,
como si pudiera mantenerte vivo
entre sus piezas rotas.
Se aferra a la idea
de tu último te quiero,
como un código repetido
en un bucle sin fin.
Y ya no bombea sangre,
solo lágrimas densas,
ácidas,
que se desbordan de mis venas
y se estrellan contra un mundo
que detesta a los que sienten demasiado.
La máquina dejó de latir.
Ahora hay un minutero
marcando su sentencia.
Con cada tic tac,
la presión aumenta.
Cada segundo es una carga,
cada suspiro, una cuenta regresiva.
Todo dentro de mí
ruge por explotar.
Y sé que llegará el momento
en que el tic se ahogue sin tac,
que el tiempo se hunda
y mi pecho quede en silencio.
Lo sabré porque ya no habrá dolor,
ni gritos,
ni sueños.
Solo un hueco
donde alguna vez
hubo una máquina
que te amaba.