A veces odio mi corazón,
esa masa terca que se rehúsa a apagarse.
Siente como si no supiera hacerlo
y late aunque le grite que no lo haga.
Quisiera extraerlo con pinzas
y dejarlo en un frasco de vidrio,
callado, quieto, sin memoria.
Pero ahí sigue:
desangrándome con recuerdos.
Si lo apago, no siento.
Si no siento, te olvido.
Pero la idea misma
me resulta inconcebible.
Entonces me arrastro de nuevo,
te ruego con palabras que no dices,
te ofrezco el mundo
mientras el mío se desploma.
Por eso odio mi corazón.
Porque es una máquina leal
a quien ya no lo habita.