Las ojeras no duelen,
pero pesan.
Son el único rastro visible
de todas las veces que no supe
cómo dormir sin ti.
Las noches se repiten
como una vieja canción sin final.
Me tapo los oídos
pero el ruido sigue,
como si viviera debajo de mi piel.
No es música.
Es el eco de tu voz
en lugares donde no estás.
Es el “qué tal si”
golpeando las paredes de mi pecho.
Me trago pastillas
que no necesito,
esperando que apaguen
la maquinaria del recuerdo.
Pero no funciona.
Tu ausencia hace más ruido
que tu presencia.
Tus silencios
son más escandalosos
que cualquier adiós.
Y cada noche,
sin falta,
regresan tus labios,
tus manos,
tu último te amo.
Y yo,
me dejo invadir,
como si dolerme fuera
la única manera de retenerte.
Mi corazón —esa máquina herida—
palpita y ruega
como si fueras una orden divina.
Le grita a la oscuridad:
haz que vuelva.
Haz que regrese.
Haz que recuerde.
Y yo, que ya no sé cómo rezarte,
me encojo bajo las cobijas
esperando que algún rincón de ti
aún me quiera.
Que en medio del ruido,
tu memoria también te despierte.
Y decidas —al fin—
que soy lo que buscas
cuando no puedes dormir.