La máquina no calla.
No ha dejado de sonar desde hace un rato.
Gime, cruje, se ahoga en su propio ruido.
No responde.
No cede.
Es como si algo por dentro
chocara contra sí mismo una y otra vez,
como si el amor mal apagado
hubiera quemado los fusibles.
Busco el interruptor
y solo encuentro huesos rotos,
residuos de promesas oxidadas,
vestigios de nosotros
como ruinas en una ciudad que ya no existe.
Y entonces me inunda la cólera,
esa marea negra que arrasa con todo:
¿Por qué demonios no me buscas?
¿Por qué tengo que ser yo
la que camine entre los restos,
la que suture lo que tú decidiste romper?
¿Acaso debo vivir con la idea
de que ya no me quieres?
¿De que me borraste como quien limpia el polvo
sin mirar lo que está barriendo?
Tu abandono fue un castigo,
pero también una lección amarga:
sufro por tu inmadurez
y por la mía,
por quedarme cuando debí correr,
por entregarme a alguien
que no sabía sostenerse.
Y sigo aquí,
aferrada a retazos de ti,
preguntándome si tus palabras
fueron reales
o solo el eco estúpido de tu ego.
La máquina se está rompiendo,
porque no sabe otra cosa que doler.
Pero ahora —en medio de su cortocircuito—
empieza a aprender
lo que significa el rencor:
ese veneno lento
que te enseña a olvidar
con los dientes apretados.