Cargo con el peso de mil hombres.
Quizá más.
Porque no solo es lo que la vida lanza,
es también lo que tú dejaste.
Tu abandono no se fue con las maletas.
Se quedó aquí,
reposando en mis costillas,
agotando mi oxígeno.
Es complicado,
extraño,
este amor que duele como herida abierta
y aún así me aferro,
como si el dolor fuera prueba
de que alguna vez fue real.
Amo a quien me hiere
y esa es la tragedia.
Es como abrazar una espina
y llamarle rosa.
Es saber que estás mal,
pero seguir esperándote
como si alguna parte de ti
también sufriera esta distancia.
Soporto más de lo que debería.
Sonrío para no incomodar,
como si cargar con mis heridas
fuera un favor que le debo al mundo.
Y mientras todos depositan sus tristezas en mí,
yo me vuelvo un montacargas:
oxidado, tembloroso, al borde del colapso.
¿Y mis dolores?
¿Quién los sostiene?
¿Quién se atreve a mirar detrás de mis ojos
y reconocer que ya no puedo más?
He pensado en desaparecer.
Lo confieso sin drama,
sin cartas escritas con tinta roja.
Solo el pensamiento,
quieto, silencioso,
como una opción que siempre está ahí
cuando el ruido se hace insoportable.
Pero tú decías quererme viva.
Decías que me necesitabas.
Decías tantas cosas.
Y ahora… ni un eco.
¿No entiendes que tu ausencia
es peor que el peso del mundo?
Que es tu silencio el que pesa más.
Que es tu falta lo que me rompe los huesos.
Que no hay palabra más cruel
que “te amo” pronunciada por alguien
que eligió marcharse.
Y aquí estoy.
Todavía respirando,
todavía de pie,
sosteniendo más de lo que debería,
llamando amor a lo que me destruyó.