Con determinación, la joven soldado se despide en silencio de la ciudad que la vio nacer, lista para adentrarse en un futuro incierto. Sabe que el lago no solo es una frontera natural de Phyloz, sino también un límite mágico que protege a los reinos entre sí. Sellados con antiguos encantamientos, estos límites impiden el paso de cualquier ser vinculado a la magia, pero permiten a los no mágicos atravesarlos con libertad. Gracias a esta excepción, el tratado territorial le otorga el derecho de cruzar sin restricciones.
Mientras surca las aguas en la canoa, asegurándose que la pequeña esté a salvo, un movimiento entre las rocas capta su atención. Un escalofrío recorre su espalda al distinguir a soldados acercándose a la orilla. No deberían estar allí. Baroh jamás podría haber cruzado sin ayuda… a menos que las fuerzas oscuras hubieran alterado el equilibrio.
Un impacto la hiere, pero sabe que no puede detenerse. Rema con determinación, impulsada por la adrenalina, ve cómo la orilla se aproxima.
Al alcanzar la orilla, comprende la gravedad de su situación. La flecha clavada en su hombro le recuerda que el peligro persiste. Debe encontrar refugio de inmediato. Se adentra en el bosque, consciente de que el camino será peligroso, pues las alimañas pueden oler la sangre. A pesar del dolor, se mueve con agilidad; necesita alejarse de la orilla.
Con destreza, busca en su bolsa y encuentra tela para improvisar una venda. Sin vacilar, se quita la capucha y aplica presión sobre la herida, envolviéndola con habilidad. Sabe que no puede detenerse; debe hallar refugio antes de que la oscuridad lo cubra todo. La vida de la pequeña depende de su determinación.
Una vez atendida su herida, se desliza sigilosamente entre los árboles, divisando a lo lejos una ciudad amurallada. Su mente se enfoca en encontrar un lugar seguro para descansar junto a la niña. Estudia la muralla en busca de una brecha discreta, mientras evalúa los movimientos de los guardias.
Su objetivo era claro: cruzar sin levantar sospechas. Avanza con cautela. No puede permitirse errores. Identifica una sección menos vigilada de la muralla, observando cómo los guardias se concentran en otros sectores. Ahora dentro de la ciudad camina tranquilamente por la acera, para no levantar sospechas sobre ella.
La joven soldado encontró una pequeña posada cerca de un parque. Un refugio modesto que, por fuera, parecía ajeno al caos que se extendía por los reinos. Con la niña en brazos, cruzó la puerta con pasos firmes, aunque el cansancio amenazaba con hacerle flaquear.
El lugar olía a leña quemada y especias, pero la atmósfera estaba cargada de un murmullo inquieto. Varios viajeros susurraban entre sí, sus rostros tensos, las palabras entrecortadas como si temieran que alguien más pudiera escucharlos. En una esquina, un comerciante bebía con la mirada fija en la mesa, los nudillos blancos alrededor de su jarra. En otra, un grupo de campesinos hablaba en voz baja, su tono apenas contenido por el miedo.
El posadero, un hombre robusto de barba gris, la observó con curiosidad. Su expresión habitual de bienvenida se veía empañada por algo más: preocupación.
—Bienvenida, viajera —dijo con un intento de sonrisa—. ¿Vienes de lejos?
La soldado asintió con cautela. No quería llamar la atención, pero algo en la mirada del hombre la detuvo.
—Völcran ha caído —soltó él en un susurro grave, como si nombrar la tragedia pudiera atraerla hasta allí—. La ciudad ardió, dicen que… que el mismísimo infierno se abrió sobre sus muros. Criaturas que nadie había visto antes… masacrando a todos.
El murmullo en la posada se volvió un silencio denso. El comerciante apretó los dientes. Un anciano en la esquina negó con la cabeza.
—Las patrullas de Phyloz ya cerraron los caminos —continuó el posadero, bajando aún más la voz—. Dicen que las sombras avanzan. Que ningún reino está a salvo.
El estómago de la soldado se encogió, pero su rostro se mantuvo firme. No había tiempo para el miedo.
—Necesito una habitación —dijo con voz controlada—. Y comida para ambas.
El posadero asintió, percibiendo la urgencia en sus palabras. — Claro, tenemos habitaciones cómodas y buena comida. ¿Te quedarás por un tiempo o solo de paso? —preguntó amablemente mientras se dirigía a preparar lo necesario.
—Solo de paso, pero necesitamos descansar antes de continuar —contestó ella, con una sonrisa que intentaba tranquilizar tanto al hombre como a sí misma.
—Correcto, viajera —respondió el posadero mientras indicaba la habitación. Aunque creo que estarás más a salvo aquí que afuera.
Cuando la soldado llegó al cuarto y mientras la pequeña dormía plácidamente, respiró profundamente al desinfectar su herida, sus pensamientos volaban a las decisiones que había tomado y los miedos que lo acompañaban. ¿Será suficiente mi fuerza? ¿Podré protegerla?, se preguntaba. El dolor de la flecha en su hombro le recordaba que la batalla no había hecho más que comenzar.
En ese momento, el posadero llamó a la puerta suavemente. — Perdona la interrupción, viajera, pero pensé que quizás necesitarías algo más... ¿Le gustaría leche para la niña?
La soldado miró a la pequeña, que seguía tranquila en su cuna improvisada, y asintió con gratitud. —Sí, por favor, eso estaría bien.
El posadero entregó un pequeño recipiente de leche, y al hacerlo, su mirada pasó fugazmente a la soldado, como si quisiera decir algo, pero no lo hizo. La joven aceptó el gesto, dándole las gracias con una ligera inclinación de cabeza.
Con la niña alimentada y cuidada, la soldado se dejó caer sobre la cama por un momento, sintiendo la pesada carga de la misión que tenía por delante. Por la seguridad de ambas decidió quedarse un tiempo en la posada.
—Haré todo lo necesario para que crezcas libre. Serás la esperanza de todos. Te llamaré Taỳr, para que así nadie pueda reconocerte. —le susurró a la pequeña dormida.
Editado: 18.02.2025