Avanzaban lentamente hacia el refugio. Jared llevaba a Taýr a su lado, con el brazo firmemente apoyado en su hombro, como si al soltarla pudiera perderla de nuevo.
Nadie hablaba. Las miradas se cruzaron brevemente, llenas de preguntas, pero nadie se atrevía a formularlas. Había algo sagrado en ese silencio, un acuerdo tácito de que la única prioridad era llegar a un lugar seguro.
Cuando el primer rayo del amanecer asomó entre las ramas, el grupo encontró un claro lo suficientemente amplio para acampar. Moura, sin soltar del todo la mano de Taýr, ayudó a preparar un espacio para que ella descansara. La joven, aún pálida, se dejó caer en una manta improvisada, cerrando los ojos con la misma facilidad con la que uno intenta escapar de un mal sueño.
Jared se quedó cerca, vigilante. Había una rigidez en su postura, como si su cuerpo todavía estuviera preparado para luchar. Cada vez que alguien se movía, sus ojos se enfocan brevemente, evaluando si representaba una amenaza.
Moura, por su parte, acariciaba el cabello de su hija con manos temblorosas. El alivio de tenerla a salvo se mezclaba con una angustia sorda que se negaba a disiparse. La madre sabía que algunas heridas no eran visibles y que los recuerdos tenían un peso propio, a menudo más difícil de cargar que cualquier carga física.
—Deberíamos descansar también —sugirió Erguth, rompiendo finalmente el silencio. Su voz era baja, como si temiera perturbar la calma que habían logrado arrancar al caos.
Jared asintió, aunque sus ojos seguían fijos en Taýr. No estaba seguro de si podría permitirse bajar la guardia, no todavía. Había algo en la expresión de la joven, en la manera en que sus manos se aferraban a la tela de la manta, que hablaba de un miedo aún presente, latente.
Erguth se acercó a Jared y le dio un suave golpe en el hombro. —Lo hiciste bien. No olvides que estamos aquí para compartir esta carga.
Jared respiró hondo, dejando que las palabras de su amigo calaran en él. Era cierto, no estaba solo en esto. Pero la sensación de responsabilidad seguía apretándole el pecho como una garra invisible.
Con el paso de las horas, la atmósfera se fue relajando, aunque el cansancio seguía pesando en los cuerpos y las mentes de todos. Taýr, arropada por el calor de su madre y la seguridad de su grupo, se permitió, por fin, sumirse en un sueño inquieto.
Mientras tanto, Jared y Erguth se turnaban para mantener la guardia. Ambos sabían que, aunque el peligro inmediato hubiera pasado, las cicatrices de esa noche los acompañarán mucho más tiempo del que estaban dispuestos a admitir.
Al segundo día después de recuperar un poco las fuerzas. El grupo se desvió adentrándose en el bosque, donde el perfume de la hierba fresca inundaba sus pulmones. Los rayos del sol luchaban por atravesar el espeso dosel de hojas, dejando que solo algunas motas de luz acariciaran la tierra.
Avanzaron con cuidado por el terreno cubierto de ramas, descendiendo lentamente hacia un riachuelo que cruzaron saltando de piedra en piedra. Al llegar al otro lado, una extensa pradera se abría ante ellos, bordeada por el bosque oscuro. A punto de adentrarse en ella, un sonido rompió el aire: un gruñido bajo, que provenía del interior del bosque. El grupo se detuvo, quedándose inmóviles, vigilantes, mientras el zumbido de los insectos llenaba el espacio.
Poco después, las criaturas emergieron del umbral de los árboles, sus ojos oscuros reflejaban una maldad innata. Su presencia era opresiva, y el aire a su alrededor parecía cargado, como si el ambiente mismo estuviera a punto de estallar.
Una de las bestias olfateó el aire y, al girar hacia ellos, mostró su temible dentadura. Un rugido bajo y reptiliano resonó, llenando el aire con una amenaza palpable. La vibración de la tensión era tan fuerte que se podía sentir en la piel.
Jared, observando las criaturas acercarse, sintió que Taýr estaba relacionada con esa extraña presión. No había duda de que su presencia alteraba el equilibrio de las cosas.
Mientras las criaturas comenzaban a moverse hacia ellos, desapareciendo entre la alta hierba, el grupo no tuvo más opción que enfrentarse. Cualquier intento de huir sería fatal. La confusión se apoderó de algunos, que no sabían cómo reaccionar ante la inesperada amenaza.
Taýr, viendo el pánico en los ojos de los demás, sintió un peso insoportable sobre sus hombros. No podía permitir que sus compañeros sucumbieran a su miedo. Con un suspiro profundo, su cuerpo comenzó a girar en espiral, transformándose en una fuerza descontrolada, tan rápida como el viento. El aire comenzó a torcerse a su alrededor, y el grupo luchaba por mantenerse en pie, algunos resbalando, otros buscando apoyo.
A Erguth le dolían las piernas por el esfuerzo de mantenerse firme. Sus ojos seguían a Moura, mientras Jared le ayudaba a levantarse. El caos reinaba a su alrededor, con las criaturas ahora elevándose hacia el cielo, rugiendo y batiendo sus patas de manera frenética. Fue entonces cuando la energía de Taýr estalló en un rayo deslumbrante que surcó el aire, envolviendo a las bestias en un espiral cegador. El crujido de su caída fue como el eco de una tormenta, y con el último destello, las criaturas desaparecieron en una nube negra de humo.
El viento se calmó de golpe. Los miembros del grupo recuperaron el aliento, observando cómo Taýr emergía, rodeada por una luz azul que lentamente se disipaba.
El camino ante ellos era un paisaje de tierras áridas, en la distancia, una hilera de montañas les ofrecía un respiro visual, una esperanza de que la vastedad desolada tenía un límite.
Con cada arroyo que encontraban, aliviaban su sed, pero la sensación de estar rodeados no desaparecía. El viento, a veces, parecía llevar consigo ecos lejanos, como si las tierras mismas se quejaran de su abandono.
Finalmente, al caer la noche, encontraron un lugar propicio para montar el campamento. El viento, helado y persistente, azotaba con fuerza las llamas de la hoguera, creando sombras danzantes sobre el suelo. Sin embargo, la quietud de la noche traía consigo una sensación incómoda, como si el lugar estuviera marcado por algo que los ojos no podían ver.
Editado: 17.03.2025