La mujer sujetaba con fuerza la cesta de mimbre. La lluvia la empapaba, pero le daba igual. Sus pies dejaban huellas en la hierba húmeda; nadie la veía... o eso creía. Los animales de los alrededores observaban la cesta con curiosidad, como si no comprendieran por qué aquel ser estaba escondido en ese sitio.
La mujer, de cabello negro, se colocó mejor la capa. Miró varias veces hacia atrás, comprobando que nadie la seguía. Debía deshacerse de la cría, pensó. Debía deshacerse del monstruo que había dado a luz.
—¿Por qué, Dios? ¿Por qué? —preguntó angustiada, mirando al cielo—.
—¿Qué he hecho para merecer este castigo?
Su voz se apagó de golpe cuando escuchó las pisadas de alguien detrás de ella.
Rápidamente se giró, asustada, y contempló a la manada de lobos que la acechaba. Las fauces de las bestias se abrían, mostrando sus colmillos afilados, la saliva cayendo. Su miedo la hizo dar pasos hacia atrás, aferrada a la cesta. El llanto del bebé no tardó en hacerse presente, incrementando aún más el pánico de la mujer.
—¡Cállate, monstruo! —bramó.
Un lobo gris gruñó, haciendo que la mujer cayera al suelo.
La cesta rodó, y la mujer miró ambas cosas: primero al lobo, después a la cesta. Presa del pánico, se levantó apresuradamente, dejó la cesta en medio del claro y se retiró, temblando. Los lobos la olieron: olía a humana... y a algo más.
—Os la ofrezco. Aquí tenéis vuestra comida —murmuró.
Miró por última vez la cesta y huyó.
La niña lloraba. Lloraba y nadie acallaba ese llanto. El frío era demasiado para ella, y los lobos pensaron que iba a morir. Era un cachorro humano; no merecía ayuda. Cuando creciera, los mataría, pensó el alfa de la manada.
Pero algo lo detuvo. Una especie de energía... una voz susurrante que decía:
Cuídala. Protégela.
El lobo miró a su manada, luego a la cesta, y antes de darse cuenta, cogió el asa con la boca y empezó a caminar. Los otros no dijeron nada. Nadie se atrevía a contradecir a su alfa, así que lo siguieron.
Te protegeré, cachorra humana, pensó el lobo.
Y vio cómo la niña sonreía. Una sonrisa que se coló en el corazón del alfa. En ese instante la adoptó como suya, y nadie le haría daño, ni siquiera los humanos.
Nos vamos a casa... Irin.
No sabían que aquel cachorro humano era un ser mágico. No sabían que aquella niña era el principio... y el fin... de algo.