IRIN
Corrí por el bosque. Podía oír los aullidos de mis hermanos, el aleteo de las mariposas, el sonido de los pájaros que me envolvían por completo. Sentía la energía del bosque acariciándome suavemente, recordándome las caricias de una madre... o eso creía.
No conocía a mis padres, y había sido criada por lobos. Ninguno me decía cómo eran. En mis ensoñaciones me imaginaba a un hombre apuesto, alto, quizás musculado, de cabello cobrizo y ojos azulados; y a su lado, una hermosa mujer, quizá igual de alta, de cabello largo y castaño, con ojos del verde del bosque o del color de la corteza de los árboles. Me los imaginaba buscándome día y noche, quizás sin saber dónde estaba, quizás pensando que me habían secuestrado. No lo sabía, pero era mejor que imaginar que no me querían, que me habían abandonado.
Yo no era como los humanos que vivían en la aldea vecina. Mis padres adoptivos me decían que no debía ir allí, que los humanos eran crueles con seres como yo. Pero ¿cómo era yo? Tenía dos piernas como los transeúntes y aventureros que pasaban por la zona, dos brazos, dos ojos, una nariz, una boca. Aunque no sabía qué aspecto tenía, no me hacía falta. No necesitaba visualizarme en mi mente. No era necesario.
Donde vivía pocas personas acudían: algunos cazadores furtivos, aventureros, mercaderes que pasaban de un lado a otro, la mayoría armados, diciendo que en aquellas tierras —mi hogar— existían seres tan peligrosos y con habilidades tan inverosímiles que era imposible creer que fueran reales.
No es que supiera mucho del mundo que me rodeaba, pero yo me sentía plena, llena de energía. Me sentía segura en mi pequeño espacio.
Miré al cielo y vi que, poco a poco, los primeros rayos del sol estaban saliendo. Corría de manera apresurada, esquivando ramas, saltando troncos. Debía llegar a la aldea. Mi capa se balanceaba al compás de mis movimientos; mis pies se sentían ligeros y seguros, como si conocieran cada paso, cada rincón de este sitio.
Mi necesidad imperiosa de ir allí —a la aldea de los humanos, pese a que mi manada no quería que fuese— tenía nombre.
Él.
El príncipe.
El futuro rey: Edrian.
Me habían dicho que no me acercara a él, que nunca se fijaría en mí; que yo, ante sus ojos, no era más que una chica salvaje, criada por una manada de lobos en el bosque prohibido. Las personas abandonadas en ese sitio eran consideradas escoria, basura de la que había que deshacerse. Y aunque yo no lo veía así, porque no lo sentía así, siempre andaba con cuidado cuando iba a la aldea de los humanos.
Siempre iba ataviada con una capa, asegurándome de que no se viera mi rostro. Mi manada me repetía que, con solo mirarme a los ojos, sabrían que no era humana, que era algo extraño e inusual. Y lo sabía. No necesitaba que unos humanos me lo dijeran: lo sentía desde que era pequeña, desde que tenía esa conexión con los animales, desde que oía sus voces en mi mente; desde que sentía su dolor y me ofrecían sus habilidades para poder usarlas y sobrevivir.
El coste era elevado y no podía hacerlo de manera continua, solo en momentos específicos y extremos. Las primeras veces que empecé a entrenar mi don vomitaba, caía de rodillas, sentía un gran dolor en el pecho, como si mi garganta se desgarrara por los gritos agónicos que salían al pedir esas habilidades.
Toda magia tenía un precio, y eso era algo que siempre había sabido. Un don como el mío debía ser protegido y usado para ayudar a las personas, no para crear el mal.
Había más seres como yo. Muchos decían que eran leyendas; otros, que se habían extinguido hacía tiempo. Deliv era un mundo extraño, complejo más bien. Se decía que había seres mágicos, pero yo lo dudaba. Era la única. En mis dieciocho años de vida no había visto a nadie que se asemejara a mí o a mi don. Era la extraña, la peste para los aldeanos... y la salvadora para los animales que vivían conmigo en el bosque.
En esos momentos no estaba sola. Un águila alzaba el vuelo, comprobando que iba por buen camino. Era mi guía, y lo adoraba. Me hice amiga de él cuando le liberé de una trampa que pusieron los humanos. Fue horrible: le quité el dolor y estuve curándole el ala, a pesar de que yo sentía que no podía mover mis brazos con facilidad, porque parte de mi don consistía en absorber el dolor de los animales.
—Irin, ve más lenta, te vas a caer.
Escuché la voz de Alder. Una carcajada se apoderó de mí, haciendo que un ciervo me mirase; juro que vi una sonrisa en sus preciosos ojos marrones.
—Solo quiero verlo... un poco. Juro que volvemos antes de lo que te imaginas —le contesté corriendo. Ya me quedaba poco tiempo.
—La última vez casi te pillan. Debes entender que el mundo no está preparado para que seas vista —su voz sonaba más cansada de lo que imaginaba.
—Yo no quiero ser vista por el mundo. Sé lo que valgo, no soy menos que ellos por poseer un don que muchos desearían. Nunca he repudiado mi naturaleza, y tengo fe en que ellos tampoco me repudiarán por ello —comenté esperanzada.
Pude oír la voz maliciosa de Alder, pero lo ignoré.
Enseguida, el sonido de los caballos resonó en mis oídos. Ya estábamos cerca de la aldea. Las personas habían despertado, los comercios estaban abiertos y el olor a especias inundaba mis fosas nasales a pesar de la distancia.
Fugazmente me escondí en uno de los arbustos. Enseguida, Gus, un caballo anciano de un mercader, me vio. Ladeó la cabeza y me llevé una mano a la boca para acallar la risa que estuvo a punto de escaparse.
—Lady Irin —dijo la voz ronca de aquel caballo.