IRIN
Las nubes eran preciosas. Me recordaban al pelaje de una oveja. Había tenido el placer de conocerlas. Eran seres tranquilas, sosegadas, y esos ojos… esos ojos hermosos eran la viva imagen de la pureza, de la luz.
Los animales que me rodeaban, la mayoría de veces, eran feroces, tenaces, pero lo hacían por supervivencia, por no morir, por proteger a sus seres queridos. Lo hacían con una nobleza y con un respeto que hacía que me arrodillara ante ellos.
Mis recuerdos más bonitos son con ellos. Mis primeros pasos fueron con una cierva llamada Cora. Tenía un pelaje claro; si cerraba los ojos podía sentir su pelaje espeso y fuerte. Estaba en un montón de hojas, acurrucada con mi madre, Ayla.
La cierva le preguntó, sin necesidad de palabras, a mi madre si podía acercarse a mí, y ella asintió de manera solemne. Con su hocico me dio suaves golpecitos en la espalda, y en ese instante una risa se apoderó de mí, pues siempre había tenido cosquillas en esa zona. Gateé hasta la cierva, que me miraba con amor. Los animales no esbozaban sonrisas, pero lo hacían con su postura; no daban besos, pero te los daban con los ojos, con la mirada tierna y suave. Para mí, ese era el mejor beso que nadie te podía dar, ni siquiera los besos apasionados de dos amantes refugiados en el bosque, escondidos y temerosos de que los pillaran.
Cora se colocó detrás de mí. Yo tocaba la hierba, divertida, ilusionada. Me dio con su hocico, haciendo que me levantara un poco. Una mariposa blanca apareció y yo, aún más contenta —si eso era posible—, la seguí. No di dos pasos cuando me caí. Me contaron que no lloré: me reí. Me reí porque la mariposa blanca se había posado en mi nariz, haciéndome cosquillas con su aleteo. Fue la primera vez que fui consciente de mi poder, pues la mariposa, con su hermosa voz, me dijo:
«Así me gusta, que sonrías, que te rías. Eres tan hermosa… no lo olvides. Eres hermosa tanto por fuera como por dentro.»
Cora se acercó a mí lentamente, con la paciencia de una madre, o al menos así lo creía yo. De nuevo me dio con su hocico, elevándome, pero esta vez no estaba sola, pues la mariposa estaba posada en mi mejilla, haciendo que una pequeña fuente de energía se apoderara de mí.
Los animales que estaban alrededor se asomaron: los pájaros desde sus nidos y ramas, los conejos desde sus madrigueras, los osos se pararon, protectores, con los cachorros que —igual de emocionados que yo— querían venir conmigo, pero ellos se lo impidieron.
Anduve, anduve tanto que casi corrí. Los animales me felicitaron; oí un montón de voces, sentí tantas emociones que me calentaron por dentro, como si fuera un pequeño abrazo. Yo tenía a mi gente, a mi familia, y era más feliz que muchos humanos que estaban fuera.
Yo no conocía la maldad, no conocía la codicia o la avaricia. Conocía el respeto, la supervivencia.
Los animales no atacaban por puro placer como los humanos. No creaban guerras que hacían que los bosques se pusieran tristes; que de los sauces llorones cayeran lágrimas llenas de sangre, entristecidos por el dolor de aquellos que murieron.
Era triste pensar en todas aquellas familias que perdieron una parte de sí mismos: un hijo, un marido, un amante.
Lo que solía hacer, a pesar de los reproches de mi madre, era coger los cuerpos de los humanos que caían en la tierra del bosque prohibido; les daba sepultura y rezaba a la madre naturaleza para que guiara su alma al paraíso. Era lo mínimo que podía hacer por aquellos que nos protegen… que protegen al pueblo.
Alder maldecía cuando ocurrían esas cosas. Decía que los humanos no merecían misericordia, pero me daba igual: eran almas, eran parte del todo, y todos pertenecíamos a este mundo; todos merecíamos ese respeto.
Una sombra hizo acto de presencia. Enseguida la reconocí, por el olor o por el tamaño. Un nudo se apoderó de mí, y cuando abrí los ojos —los cuales no sabía que había cerrado cuando me había embarcado en los recuerdos del pasado— vi el hermoso pelaje de mi madre.
Su rostro mostraba más de lo que podían llegar a decir las palabras: sus orejas hacia atrás, su manera de enseñar los dientes, su postura con su hermoso pelaje erizado. Muchos dirían que iba a atacarme, pero ella había sido la que me había criado, la que había luchado por mí desde el momento en que mi padre, el alfa de la manada, me llevó con ellos. A su lado estaba Cora, quien empezó a golpear el suelo con sus pezuñas. Su cuerpo se mostraba tenso y sus ojos tristes y preocupados me abrumaron, me dejaron sin palabras.
Aparté la mirada. La culpa me invadió; sentí la ira de las dos mujeres de mi vida, sentí la preocupación y tristeza. Noté cada uno de sus pensamientos, podía ver lo que habían visualizado: a mí herida, quizá muerta. Sus sentimientos eran tan abrumadores y confusos que hicieron que una pequeña lágrima saliera de mis ojos.
—Lo siento… —mi voz salió entrecortada.
—¡LO SIENTO! —gruñó mi madre. Se colocó enfrente de mí, haciendo que suspirara.
—Sí, lo siento —no podía mirarla a los ojos.
Cora se mantuvo alejada, dándole paso a mi madre. Era como una especie de trato silencioso que ambas habían negociado entre ellas. Mi madre, Ayla, era más impulsiva, mientras que Cora se mostraba más permisiva.
—¡¿Qué te tengo dicho?! —empezó a dar vueltas a mi alrededor. Agaché la cabeza.
—Que no vaya a la aldea de los humanos… pero… —no acabé; otro gruñido hizo que me tensara.