IRIN
Ya habían pasado dos semanas desde que fui a la aldea de los humanos, dos semanas desde que vi a Edrian. Me había refugiado en su recuerdo, en su aspecto, en la sonrisa que esbozaba cuando la gente se le acercaba. Era hermoso, era como un día de verano, como el mar en calma, como el sonido de los árboles susurrando un nuevo día, esperanza.
Había sido discreta, no me había asomado a los arbustos, no le pedía a Gus que me protegiera ante las miradas inquisidoras de los humanos. Le hice caso a mi familia, no me alejé más de lo estrictamente necesario. Entendía la preocupación de mis padres, de mis hermanos, de los seres que me habían visto crecer.
Eso no implicaba que no me enterase de lo que pasaba allá fuera. Las noticias volaban, y aunque estuviera escondida en el bosque prohibido, llegaban... como advertencias, o como señales para que todos los seres —incluidos nosotros— nos ocultáramos de las amenazas que consumían nuestro mundo.
Los seres mágicos habían hecho acto de presencia. No es que solo los oyera: los vi. Vi al enorme dragón que surcaba los cielos, el rugido que emitió, sinónimo de amenaza. Todos nos escondimos: los conejos en sus madrigueras, los pájaros en sus agujeros, los lobos, osos y ciervos en cuevas, aunque no fueran su hábitat natural.
Habíamos estado refugiados de cualquier ataque, pues aunque su objetivo principal eran los humanos, eso no nos exentaba de que nos atacaran a nosotros también. Había sido un caos.
Los árboles se habían movido con ferocidad. El viento traía olor a humo, ceniza y sangre. Me dieron ganas de vomitar. El bosque estaba triste, igual que la aldea humana. Era lo único que nos igualaba: los atentados, cada vez menos discretos y más feroces.
Estos días me dediqué a examinar cada rincón del bosque, echando agua de mis manos a las plantas en un intento de reanimarlas... pero mi don no era ese. Había curado animales quemados, había guardado a los cachorros para que nadie les hiciera daño.
Mis padres estaban furiosos. Demasiadas pérdidas de alimento, de ecosistema. Era una tortura innecesaria. Sabía que no pararía hasta que el rey entregara el reino a los dragones. No quería imaginar qué pasaría si eso ocurría.
Todos nos hallábamos en el claro. El sol brillaba, pero sin fuerza. Se sentía el olor a ceniza aún flotando en el aire. Me abracé a mí misma. El viento me acarició con suavidad, recordándome que todo iba a salir bien, que aún quedaba esperanza.
—Han atacado la aldea humana, y nuestro bosque también ha sufrido las consecuencias de esa masacre —la voz de mi padre sonó firme, poderosa.
Un murmullo se extendió entre los animales, creciendo como una ola que me envolvió.
Aullidos tensos se elevaron desde la manada, seguidos de gruñidos graves que hicieron vibrar la tierra bajo mis pies. Desde las ramas, las aves soltaron graznidos inquietos, como si el cielo mismo temblara. Los osos bufaron hondo. Oí incluso el nervioso repicar de pezuñas contra el suelo.
Era un lenguaje que no necesitaba traducción:
miedo,
rabia,
dolor.
La voz del bosque herido.
Demasiados sentimientos acumulados. Demasiadas emociones que me apretaban el pecho hasta casi dejarme sin aire. Aun así, mantuve la compostura. Era la hija del alfa. Debía estar serena, aunque quisiera vomitar.
—Debemos tener cuidado. Los dragones están cada vez más furiosos, atacan sin cesar, y no es de extrañar que tarde o temprano vengan aquí. Hemos tenido muchas pérdidas... entre ellas... la madre de Kale.
Una punzada me atravesó. Yo había presenciado el cuerpo inerte de esa osa. Había visto cómo Kale le mordisqueaba la oreja, dándole pequeños zarpazos suaves en un intento de despertarla. Fue inútil. Ahora estaba en una cueva, llorando. Yo me encargué de él, me aseguré de que no le faltara comida y me convertí en su guardiana hasta que pudiera valerse por sí mismo.
Aún podía visualizarlo. El momento estaba grabado a fuego. Llovía con fuerza. La madre de Kale tirada en el suelo. Él olisqueándola, mordiéndole la oreja. El gruñido desgarrador que lanzó y que resonó por todo el bosque. El bosque lloró con él.
Me sequé las lágrimas. Intenté salvarla. Intenté quedarme su dolor. Pero no sentí nada, ni una punzada, ni un rastro de vida. Solo vacío. Y fue peor que cualquier herida. Me quedé con Kale. Oí su llanto. Su mirada rota aparecía en mis sueños.
La reunión acabó rápido. Decidimos refugiarnos en cuevas. Los dragones volverían. No entendía por qué hacían eso. No entendía qué era el poder para ellos. Los animales no vivían así. Respetaban jerarquías. No destruían por gusto.
Tuve la tentación de ir a la aldea a comprobar que Edrian estaba vivo, pero no podía. Había cosas más importantes.
Salté de roca en roca. Crucé el río. Los peces se quejaron porque casi los pisé. Me disculpé. Alder volaba a mi lado, quejándose de ir a ver a "ese cachorro". Lo ignoré: le tenía miedo a los osos, pero yo debía asegurarme de que Kale estaba bien.
Los árboles se movían lento, como tristes. Las hojas caían. Me acerqué a uno y lo acaricié. Las hojas temblaron más rápido.
El aire se volvió denso. Sentí una vibración recorriéndome. Animales gritaron. Un rugido potente me hizo tambalear y pegarme al árbol. Algo azul oscuro cayó del cielo. Quise acercarme, pero Alder chilló, advirtiéndome. Tras los ataques, no era seguro acercarse a nada desconocido.
Aunque la curiosidad tiraba de mí, seguí hacia Kale.
Mis pasos eran casi imperceptibles; había aprendido de los animales, aunque seguía siendo humana.