IRIN
No lo pude evitar; había sido demasiada tentación para mí.
En esos momentos me encontraba oculta entre los arbustos, observando la aldea de los hombres. Los estragos de los ataques de los dragones eran más que evidentes: carros destrozados, casas quemadas, gente llorando, reclamando al rey. Todo era un caos, al igual que en el bosque prohibido.
La vigilancia se había duplicado. Algunos humanos, los más valientes, se habían adentrado en nuestras tierras. Según comentaban los rumores, un dragón yacía allí, oculto, pero no lo creía; de lo contrario, alguno de nosotros lo habría sentido. Y lo que habíamos percibido no era más que desesperación, pérdida y agonía.
Mi madre y mi padre estaban más preocupados de lo normal. Incluso habían hablado de abandonar estas tierras y marcharnos lejos, en busca de un refugio más seguro. Una parte de mí no quería hacerlo; hacerlo significaba renunciar a Edrian y a mis amigos. Pero la parte más sensata de mi ser me decía que, quizá, irnos era lo mejor para mis hermanos.
Apenas dormían. Permanecían en alerta constante, haciendo guardia, a pesar de que era mi padre quien, noche tras noche, se adentraba en el bosque para examinarlo, para explorar, en busca de algún rastro de aquel dragón. Pero no había nada.
Simplemente habían sido rumores infundados, creados por el miedo de los humanos a que aquellos seres volvieran a atacar.
—¿Crees que en algún momento los ataques cesarán? —me giré y miré a Ret, que estaba subido a un árbol, observándome con más atención de la que esperaba.
—Quizá... o quizá no. Los seres, en general, son egoístas. Se mueven por el poder, por la atención, por el dinero. Los humanos venderían a su propia familia por la cantidad adecuada; del mismo modo, los dragones destruirían el mundo entero con tal de obtener el reino que desean —dijo Ret, estirándose sobre la rama.
Kale se quedó callado. Alder simplemente asintió.
—Pero eso es injusto. ¿Por qué hacer daño a otras personas? ¿Por qué destruir bosques? —pregunté, con indignación en la voz.
—Porque, Irin, el mundo es cruel y déspota. Gana el más fuerte.
El silencio se instauró entre nuestro grupo. Quise pensar que no, desear que esa no fuera la realidad, pero al ver todo lo que había conllevado, esa esperanza se esfumaba de mi mente como dientes de león luchando contra el viento.
El sonido de unas trompetas resonó con fuerza por toda la aldea. Rápidamente me escondí aún más entre los arbustos, temerosa de que alguien me viera. Kale gruñó, asustado, sin comprender de dónde procedía aquel sonido. Tuve que tranquilizarlo, acariciarlo, darle mi calma... y lo logré.
Fue entonces cuando un carruaje de color turquesa hizo acto de presencia. Veinte guardias lo rodeaban, armados, preparados para cualquier ataque. Supuse que, por lo que había visto, aquella situación había generado desconfianza entre algunos seguidores del rey, lo que podía provocar una rebelión contra la corona.
Tan solo pensarlo hizo que mi cuerpo se estremeciera.
¿Cómo podían desobedecer a su alfa? ¿Cómo podían rebelarse contra quien les daba de comer?
Los humanos eran extraños.
Entonces él bajó.
Me puse tensa. Hipnótica, me quedé mirándolo, embelesada. Tan enamorada que temía que los árboles fueran emisarios de mis sentimientos; tan enamorada que temía que el aire fuera quien le susurrara a Edrian que mi corazón era suyo.
Me llevé una mano al pecho.
Uno, dos, tres, cuatro... millones de latidos que casi me provocaron dolor, obligándome a recomponerme de inmediato.
—Aldeanos de Devil —comenzó—, comprendemos que lo sucedido ha creado una gran brecha económica en nuestra querida aldea. Los panaderos se han quedado sin sus herramientas, los herreros sin hierro, los agricultores sin ganado... pero solo os pido que mantengáis la fe. La guerra se aproxima, y nuestros hombres, valientes, luchan día y noche por el bienestar de nuestra tierra.
—¡MIENTES!
Me giré al oír la voz de un anciano, que se apoyaba en su bastón y era sostenido por su hijo, de unos diecisiete años, quien miraba a su padre con evidente apuro.
—¡Los dragones llevan semanas... SEMANAS atacando nuestro pueblo! La gente está pasando hambre, los niños no salen de casa, el miedo es lo que nos impide tener una vida normal y plena. Los agricultores somos los que más nos exponemos a los ataques; somos quienes avisamos cuando vemos que los dragones vienen... No sé cuántos han caído, muchos jóvenes. ¿Y qué hace usted? ¡Nada! —golpeó el suelo con su bastón con tanta fuerza que creí que se le rompería.
—Vámonos, Irin. Tú no deberías ver esto —se aproximó Ret. Me tomó suavemente de la mano con la boca, incitándome a marcharnos.
—Un poco más... —le supliqué.
Ret bufó, pero me hizo caso. Aun así, se mantuvo pegado a mí, seguido de Kale, ambos preparados para salir en caso de que fuera necesario.
—Comprendo... —continuó él, pero una mujer adulta lo interrumpió:
—No, no comprende nada, alteza. Mis hijos tienen hambre... no tenemos nada para llevarnos a la boca. El ganado está muerto, las cosechas también. Los impuestos no bajan, solo suben. ¿Cómo cree que vamos a sobrevivir?
Su voz, rota por el llanto, se coló directamente en mi corazón. Miré a todos los humanos presentes en la plaza.
Había gente herida, con quemaduras dolorosas en brazos y piernas. Algunos habían perdido extremidades; otros estaban desnutridos, la ropa les colgaba del cuerpo y su piel mostraba ronchas de suciedad.