La marea roja

Parte I

No supe del poder que tiene la sangre hasta que fui arrollada por la marea roja. La mujer que me trajo a la vida lloraba cada noche pidiéndole a los dioses que tuvieran misericordia de mí, lo sé porque mientras eso sucedía yo fingía estar dormida. Ella pedía por una gota de sangre aunque fuera, una gota que saliera de entre mis piernas para demostrar que no estaba averiada. Ya bastante había tenido ella con quince años de sufrimiento, incluso mis hermanas menores habían tenido su primera menstruación hace mucho tiempo y, en consecuencia, gran parte de ellas ya estaban conviviendo con sus maridos y la mitad en espera de la bendición de Dios.

Cinco años más pasaron y las súplicas de mi madre no fueron oídas por los Dioses, llegó un momento en el que ya todos mis hermanos, tanto los hombres como las chicas, abandonaron nuestro hogar y tomaron rumbo por distintas partes de San Basilio de Palenque, o lo dejaron en su totalidad. Ser tratada como diferente no es algo que me afectase, todos éramos tan distintos entre sí que aquello no era tomado como un insulto. Había gente de clase alta, los blancos y europeos; gente pobre, los de color; propietarios, ellos; propiedades, nosotros.

Se decía que la esclavitud ya era tema superado, sin embargo, aún existía en nuestros corazones ese miedo irracional a pasar por el lugar menos indicado a la hora equivocada, sabíamos que nadie daría explicaciones de nuestra desaparición, así que era mejor andar precavidos.  Si de por sí, en aquella época ser mujer no era buena suerte, y ser mujer negra tampoco era una bendición que digamos, ser una mujer negra que no menstrua fue mi maldición. No era nadie, no valía nada, a ojos de todos allá afuera mi existencia no tenía razón de ser, al punto que ni las mujeres se acercaban por miedo a que la infertilidad se les pegara como un resfriado. Pero hay algo mágico en la soledad que solo los marginados podemos apreciar, y es que esta te convierte, te vuelve más analítico, perspicaz.

Aunque esclavitud ya no había, los únicos trabajos disponibles para las personas de mi clase eran los que una esclava haría, la única diferencia es que los castigos públicos estaban prohibidos y ya no se les llamaba amos a los dueños de casa. El señor Simón Hernández fue el primer hombre que me contrató, era español, de barriga redonda como una naranja, pelos por todos lados, piel color hueso y dientes amarillos. Y aunado a su apariencia poco agradable, dejaba mucho que desear su modo despectivo de tratar a las personas. Con todo ello, aunque parezca sorprendente, estaba casado con una mujer indígena de senos, glúteos y caderas voluptuosas, tenía el cabello negro muy liso y largo, además de unos ojos azules que constantemente se veían apagados y melancólicos.

Recuerdo que era octubre porque los colores, los platillos y las trompetas llenaban las calles de San Basilio. No me sorprendió que tocaran a la puerta, la propiedad del señor Hernández siempre fue recurrida, al abrir tampoco me pareció extraña la presencia de los dos hombres que vestían galantemente, lo que llamó mi atención fue su equipaje.

—Mr. White, nice to meet you —saludó el señor Simón, usando por fin la frase que llevaba horas ensayando.

Cuando me fijé en el hombre al que le hablaba, supe que David White era… distinto. Puedo decir sin miedo a equivocarme que no era igual a los demás hombres blancos que frecuentaban el lugar. No era precisamente apuesto, pero algo tenía su sonrisa que me hacía voltear a verlo, quizá se trataba de la blancura de esta que contrastaba con el resto de los hombres que yo conocía.

David era alto —y alto es poco decir—, de facciones toscas que lo hacían lucir serio todo el tiempo, con ojos del color de la pradera en primavera, cabello castaño oscuro cortado al ras de su cabeza, y cejas tupidas al igual que su gruesa barba. Atributos que por separado son sin duda apreciables, pero por alguna razón, todos juntos no lucían del todo bien.

Él no me vio, por supuesto, yo era como un mueble más en la casa; pero su acompañante sí lo hizo, aunque por un breve lapso en el que inclinó su cabeza hacia mí. Me tardé en entender que debía corresponderle el saludo, y cuando lo hice me salió con torpeza. Era la primera vez que se tomaban la molestia de saludarme, o de dirigirse hacia mí siquiera.

—Mr. Hernández, you have a superb home —habló por primera vez David.

Simón hizo un gesto que dejaba ver que tan solo le entendió su nombre, quizá no había planeado que el hombre le contestara.

—El señor White le dice que tiene un hogar espléndido —tradujo el señor que venía junto a él, supuse que sería su intérprete.

—Por favor, dígale que nos bendice con su presencia —pidió el señor Hernández. Su pecho había subido desde que entendió el cumplido hacia su vanagloriada casa, y ahora soltaba las palabras con más confianza y entonación.

El intérprete le expresó a David lo ya dicho, la sonrisa de este último creció, y le dijo algo último a su acompañante para que se lo hiciera saber a Simón.

—El señor White dice que le gustaría tomar un baño, si no le molesta.

—Pero claro que puede, siéntase como en su casa, Mr. White —exclamó, acercándose a él para llevarlo hacia el lugar indicado.

En medio de las ininteligibles voces de los hombres, una frase llamó mi atención:

—Este mes me encargaré de que conozca las delicias de esta tierra, Colombia es un país sin igual, le va a encantar.



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En el texto hay: prohibido amor deseo, biracial

Editado: 27.01.2023

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