La marea roja

Parte II

Estaba en la extravagante cocina de mis jefes cuando el reloj marcó las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana, era la primera vez en que yo andaba por esa zona en completa soledad, generalmente siempre había una cocinera o algún mensajero coqueteando con una de ellas. No obstante, ninguna se aparecía por la casa antes de las seis de la mañana.

Tomé una olla, la llené de agua y la puse a hervir. Me quedé un rato mirando el líquido, mis ojos a duras penas lograban mantenerse abiertos. ¿Qué habría dormido, dos horas?

Mientras el fuego cumplía su tarea, examiné mi vestimenta. Ese día había decidido irme con una falda color marfil que llegaba hasta mis pantorrillas, y una camisa roja de tiras que hacía pronunciarse lo impronunciable. Yo nunca fui voluptuosa ni llamativa, era de piernas y brazos flacos, de figura cuadrada, y pechos…, si es que así se les puede llamar, minúsculos. Lo único que se podía resaltar de mí era mi trasero, pero ¿qué negra no tiene un trasero que haga ver a su parte inferior como la letra P?

No había mucho que hacer conmigo para lograr que entrara en el juego del cortejo, mi mayor intento estaba hecho, me enricé las pestañas, me peiné con dos trenzas riñones a los lados, y me apliqué las fragancias que mamá guardaba para las fechas especiales. Antes de irme me echó la bendición y me dio un efusivo beso en la frente, cosa que no pasaba todos los días. Así que algo bueno tenía que pasar. Tenía fe de ello, solo un poco.

Faltando cinco minutos para las cinco de la mañana, me dirigí a la habitación del señor White con el vaso de agua tibia que había solicitado en sus peticiones. No hizo falta más de los cuatro toques habituales para que abriera la puerta. Él ya estaba vestido con un finísimo traje, su cabello yacía ligeramente húmedo y oliendo a perfume. He de admitir que lo miré por más de tres segundos antes de bajar la mirada.

—Morning —saludó, distraído volviendo al interior de la habitación.

—Morning, sir.

Volteó a verme con un rostro de estupefacción que me pareció graciosísimo.

Si Simón podía ensayar un par de frases, ¿por qué yo no?

—Come here, please —habló con su ceño fruncido, pero con una tenue curva en sus labios.

Hasta ahí me llegó el bilingüismo. Me quedé de piedra sin saber cómo proceder. David debió notarlo pues, retomando su paso, hizo una seña con dos dedos para que fuera hacia él. Cuando caí en cuenta, el agua casi se me cae por la prisa.

—Put it right here. —No entendí nada, pero como señaló la mesa, ahí puse el vaso.

—Con su permiso.

Iba de camino a la puerta cuando me detuvo con solo una palabra.

—Thanks.

Eso si lo entendí, él se lo había dicho a Simón cuando este le daba algo o le ofrecía alguna comodidad. Era una palabra de agradecimiento, y a mí nunca me habían agradecido por mi trabajo.

Esta vez fui yo la que volteó a verle, con una picazón en los ojos que avisaba el inicio del más dulce de mis llantos. Cuando nuestras miradas colisionaron me di cuenta de que estaba en medio de una partida de un juego peligroso, y lo más probable era que uno —con uno quiero decir, yo— saliera con una herida irreparable. Entonces asentí, cerré la puerta, abrí una ventada y tiré mis agallas, no había lugar en mi corazón para rajaduras, y tampoco en mi cabeza para enamoramientos por la más mínima muestra de humanidad en una persona.

 

 

Simón llevó a David de casería esa mañana, no es como si el primero supiera mucho del arte de disparar, pero cuando su hombría corría peligro, surgían de él unas habilidades que nadie sabía que poseía. Al volver a casa el señor Hernández traía un conejo, con la expresión de gallardía que solo un aventurero puede poseer, su pecho con medio suspiro más podría explotar. Vio a su esposa con ojos de ansias, como si quisiera que le mandara al menos una seña leve de admiración, sin embargo, con el mismo desinterés de siempre, ella giró la mirada y continuó con su recorrido por la casa.

Simón se desinfló por completo. Fui y tomé el conejo de sus manos para que no fuera a dejarlo caer, pues la mancha de sangre que dejara tendría que ser limpiada por mí.

En la cocina me puse a despellejar el conejo, evitaba ver sus ojos rojos y la expresión temerosa que expedían. Una vez estuvo partido, lo dejé a la cocinera para que hiciera su trabajo, y yo me fui al patio mientras aparecía una nueva tarea que debiera realizar, o escuchara el grito de alguno de mis jefes llamando a mi nombre.

No pasaron muchos minutos antes de que escuchara pasos ir hacia donde yo estaba, giré por mera curiosidad, encontrándome con el señor White con la ropa más casual que le vi desde su llegada, llevaba en su mano un palo y movía con este el pasto mientras caminaba. No fue directamente hacia mí, ni mucho menos, se dirigió a los árboles de fruta que tenía la propiedad. Cuando llegó a un palo de mango intenté dejar de mirarlo.

Era inevitable ver sus movimientos por el rabillo de mi ojo, les pegaba a las ramas como si fuera una piñata, fue certero en cada golpe, cada que golpeaba el árbol un mango caía a sus pies. Quizá llevaba cinco cuando se detuvo, lo siguiente que hizo fue sacar una navaja, miró a los lados y me encontró a mí, viéndole, y avergonzada por ser descubierta ipso facto. Con el arma cortó un mango en dos partes y extendió su brazo ofreciéndomelo. Me costó un pestañeo darme cuenta de que debía ir hacia él.



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En el texto hay: prohibido amor deseo, biracial

Editado: 27.01.2023

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