La familia Montenegro era el reflejo del poder. En la ciudad, su apellido se pronunciaba con respeto, incluso con cierta reverencia. Los periódicos hablaban de ellos como de una dinastía destinada a marcar la historia: Alejandro Montenegro, el patriarca, había levantado un imperio de hoteles de lujo que se extendía por diferentes países, y Valeria, su esposa, era la dama ideal, una figura inalcanzable que aparecía en portadas de revistas de moda y sociedad.
La mansión Montenegro, una construcción neoclásica rodeada de jardines milimétricamente cuidados, parecía un templo. De noche, cuando organizaban cenas, el lugar se iluminaba con cientos de lámparas de cristal que hacían resplandecer la fachada como si se tratara de un escenario teatral. Políticos, artistas y empresarios competían por ser invitados, porque estar allí significaba pertenecer a la élite.
Para los asistentes, todo era perfecto: el vino, la música, la comida y, por supuesto, los anfitriones. Alejandro y Valeria caminaban entre los invitados como reyes, sonriendo, estrechando manos, siendo adorados por todos. Y junto a ellos, como joya de la corona, estaba Celeste, la hija pequeña.
Era hermosa, delicada, educada. Había aprendido desde niña a sonreír sin quejarse, a responder siempre con un “gracias” o un “mucho gusto”, a no mostrar jamás sus emociones verdaderas. Para todos, era la hija ejemplar. Muchos invitados se inclinaban a decir que era el “orgullo de los Montenegro”, la prueba viviente de que incluso en lo privado, esa familia era impecable.
Pero nadie veía lo que ocurría tras los muros de mármol.
Celeste sí.
La ausencia de Alma
Celeste había crecido junto a su hermana mayor, Alma. Ella era lo opuesto al molde de perfección que sus padres imponían. Alma no sonreía para las cámaras, no se vestía para agradar a la sociedad, no participaba en fiestas ni desfiles. Le gustaba leer, dibujar, perderse en largas caminatas por el jardín, a veces incluso escaparse hasta los límites de la ciudad para mezclarse con la gente común.
Alejandro y Valeria la consideraban un estorbo, una mancha en el cuadro perfecto de su familia. A menudo discutían con ella, acusándola de desagradecida, de no comprender lo que significaba ser “una Montenegro”.
Para Celeste, sin embargo, Alma era todo. Cuando sus padres gritaban, Alma la abrazaba y la escondía bajo las sábanas. Cuando Celeste lloraba, Alma la consolaba con palabras suaves. Era la única persona que parecía verla de verdad, no como una muñeca que debía brillar para los demás.
—No tengas miedo, Celeste —le susurraba siempre—. Yo estoy aquí. Pase lo que pase, estaré contigo.
Y entonces, un día, Alma desapareció.
Los padres lo anunciaron como una noticia feliz: Alma había recibido una beca en Europa, un reconocimiento a su “talento”. Lo dijeron con sonrisas ensayadas frente a familiares y empleados, como si hubieran estado esperando ese momento. Celeste, de apenas ocho años, preguntó por qué su hermana no había podido despedirse.
—Se fue de repente, cariño —respondió su madre con una calma que sonaba demasiado falsa—. No te preocupes, te escribirá pronto.
Pero Alma nunca escribió. Nunca llamó. Nunca volvió.
Las primeras noches, Celeste lloraba hasta quedarse dormida, esperando que Alma regresara al menos en sueños. Preguntaba una y otra vez por ella, pero siempre recibía evasivas:
—Está muy ocupada, ya sabes cómo son las universidades.
—No podemos interrumpirla, es un sacrificio por su futuro.
Con el tiempo, la ciudad se olvidó de Alma. Nadie volvió a mencionar su nombre en las fiestas ni en los periódicos. Parecía como si nunca hubiera existido. Todos aceptaron la versión de los padres. Todos menos Celeste.
En su interior, una certeza crecía: su hermana no se había ido por voluntad propia. Algo había pasado. Algo oscuro.
El teatro familiar.
A medida que crecía, Celeste comenzó a notar lo meticulosos que eran sus padres con las apariencias. Cada movimiento en la mansión era un ensayo de teatro. Las sonrisas, los gestos, las frases cortas, todo estaba calculado para mantener la imagen perfecta.
Si alguna vez Celeste se atrevía a mostrar tristeza, su madre la corregía con frialdad:
—Nunca llores frente a los demás, Celeste. Nadie quiere ver debilidad en una Montenegro.
Si cometía un error en público, su padre la reprendía después en privado con voz dura, como si hubiera fallado en un examen crucial.
—La perfección es lo único que nos protege —le decía—. No lo olvides.
Celeste aprendió a vivir como una actriz. Su sonrisa era una máscara, sus palabras, un guion. Y cuanto más fingía, más sentía que la sombra de Alma se extendía dentro de ella, recordándole que detrás del brillo había un secreto que nadie se atrevía a nombrar.
Las grietas en la máscara
En algunas noches silenciosas, cuando la mansión dormía, Celeste escuchaba cosas. Murmullos detrás de puertas cerradas, discusiones cortadas al sentir su presencia, frases que la perseguían como fantasmas:
—Todo salió mejor de lo que esperábamos…
—Nadie hará preguntas…
—Con ese dinero aseguramos nuestro lugar…
Celeste no entendía del todo, pero intuía que estaban hablando de Alma. Cada palabra reforzaba la sospecha de que su hermana no había desaparecido por casualidad.
Empezó a odiar los banquetes, las sonrisas falsas, los brindis interminables. Miraba a sus padres actuar como reyes y se preguntaba cómo podían dormir después de lo que habían hecho.
Y en su interior, una voz crecía cada vez más fuerte. Una voz que decía:
Algún día, ellos pagarán.
Ese era el brillo de los Montenegro: una mentira tan hermosa que todos querían creer en ella.
Todos, menos Celeste.