El hallazgo de la caja no dejó a Celeste en paz. Durante días, el eco de aquellas páginas la perseguía como un murmullo constante en la cabeza. A cada paso, a cada sonrisa que daba en público, sentía el peso de la verdad oprimiéndole el pecho. Los documentos estaban ahí, ocultos nuevamente en el despacho de su padre, pero las imágenes ya estaban tatuadas en su memoria: la firma de Alejandro, el vacío en los ojos de Alma, las cifras obscenas que habían sellado su destino.
Al principio, Celeste creyó que no podría soportarlo. Las noches eran un desfile de insomnio: cerraba los ojos y veía el rostro de su hermana, veía también a sus padres brindando con copas de cristal mientras vendían carne y sangre como si fuera una mercancía. En una de esas noches de desvelo, comprendió que su rabia no podía quedar flotando en silencio. Tenía que actuar.
Pero no podía precipitarse. Había aprendido de los Montenegro que todo se construye con paciencia, con cálculo. Si quería vengar a Alma, debía empezar desde la sombra, como una araña que teje su red sin que la presa lo note.
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El primer nombre
Su padre solía hablar con admiración de Esteban Llorente, un magnate del acero que había ayudado a “abrir puertas” en el extranjero. En la lista de documentos que Celeste había revisado, su firma también aparecía. Llorente no era solo un socio: era un cómplice.
Celeste lo observó por semanas. Fingió interés en sus negocios, escuchó conversaciones en las cenas de gala, tomó nota de sus rutinas. Era un hombre de costumbres fijas: cada jueves salía de una de sus oficinas más discretas en el centro de la ciudad, siempre tarde, siempre solo. Confiaba en su chofer, pero también le gustaba conducir su propio coche cuando quería “despejarse”. Ese hábito, para Celeste, fue la rendija perfecta.
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La preparación
Nunca había pensado en matar a alguien. La idea, al principio, le resultaba brutal, casi imposible. Pero la rabia tenía la extraña virtud de darle claridad. Se dijo que no se trataba de un crimen: era justicia. Nadie más lo haría, nadie más pondría en evidencia a los que habían condenado a Alma. Si ella no se manchaba las manos, todo quedaría impune.
Pasó noches leyendo sobre venenos, sobre armas, sobre los errores más comunes de los asesinos aficionados. Descubrió que lo más importante no era cómo atacar, sino cómo no dejar huellas.
En el fondo de su armario, donde antes guardaba vestidos de fiesta, empezó a esconder guantes, cuchillas pequeñas, incluso una cuerda. Cada objeto la hacía temblar, pero también le daba un extraño sentido de control.
La Celeste sonriente, la hija perfecta, aparecía de día en actos benéficos y reuniones familiares. La otra Celeste, la sombra, planeaba de noche el inicio de una cacería silenciosa.
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La caza
El jueves llegó con una lluvia fina que oscurecía las calles. Celeste se vistió de manera sencilla: pantalón negro, chaqueta gris, el rostro casi oculto por la capucha de su sudadera. Había convencido a sus padres de que pasaría la noche en casa de una amiga, excusa perfecta para desaparecer sin levantar sospechas.
Esperó cerca de la oficina de Llorente, escondida en un callejón. La lluvia le calaba la ropa, pero no se movió. La paciencia era parte del juego. Cuando finalmente lo vio salir, lo siguió con la mirada: un hombre cansado, cargando un maletín, convencido de que el mundo entero lo obedecía.
Encendió su coche y se marchó. Celeste, con paso rápido, tomó un atajo por calles que había estudiado días antes. Sabía que Llorente siempre pasaba por un estacionamiento subterráneo donde solía dejar el coche cuando hacía paradas rápidas. Allí lo esperó, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra.
El eco de los pasos del magnate retumbó en el lugar vacío. Celeste, escondida entre sombras, apretó la cuerda que llevaba entre las manos enguantadas.
Cuando Llorente abrió la puerta de su coche, Celeste se movió. Fue un instante, un destello: se abalanzó sobre él por la espalda, rodeó su cuello con la cuerda y apretó con una fuerza que ni ella sabía que tenía.
El hombre se agitó, pataleó, trató de gritar, pero la cuerda le cortó la voz. Celeste apretó más, con los dientes apretados, con lágrimas que le resbalaban por la cara. No era solo odio: era dolor, era el recuerdo de Alma, era el peso de cada mentira.
El cuerpo de Llorente se fue debilitando hasta quedar inerte. Celeste lo soltó, jadeando, las manos temblando. Lo observó tirado en el suelo, un gigante reducido a silencio.
Por un instante, el pánico casi la arrastró: quería huir, gritar, arrancarse la piel para olvidar lo que acababa de hacer. Pero respiró hondo y recordó la promesa. Esto no era un crimen: era justicia.
Revisó la escena con rapidez. No había cámaras en aquel rincón del estacionamiento, no había testigos. Se aseguró de no dejar nada suyo, recogió la cuerda y limpió el volante del coche con un pañuelo antes de desaparecer en la noche.
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La máscara intacta
Al día siguiente, los noticieros estallaron: “Magnate del acero encontrado muerto en estacionamiento”. La policía hablaba de un posible robo frustrado. La prensa especulaba, la élite murmuraba horrorizada.
Celeste, en cambio, apareció en el desayuno familiar con el rostro fresco, el cabello perfectamente arreglado y un vestido claro que contrastaba con la tragedia que corría por las calles. Cuando su madre comentó la noticia, ella fingió sorpresa, incluso tristeza.
—Qué terrible —susurró con la voz quebrada—. El señor Llorente era un buen hombre, siempre tan amable…
Valeria le acarició la mano con ternura. Alejandro asintió con un gesto solemne. Nadie, ni por un segundo, sospechó de la muchacha de rostro angelical.
Esa tarde, Celeste asistió a un acto benéfico en un orfanato. Sonrió a las cámaras, abrazó a los niños, habló con dulzura ante los periodistas. La ciudad entera la miraba como un ejemplo de bondad, mientras que en su interior llevaba la marca de su primera sangre.