El eco del primer asesinato permaneció en Celeste como una cicatriz invisible. Durante los primeros días, pensaba que cualquier mirada fija de un desconocido era una sospecha, que cualquier comentario casual podía desenmascararla. Caminaba por la mansión con la sensación de que alguien, en algún rincón, sabía lo que había hecho.
Pero con el paso de las semanas, la tensión se transformó en otra cosa: en control. La policía hablaba de un asalto frustrado, de un ladrón sorprendido que había acabado con la vida de Esteban Llorente. Nadie, ni siquiera los más cercanos, imaginaban que detrás de aquella muerte había una muchacha de dieciocho años con el rostro angelical.
Y Celeste descubrió algo aterrador: lo fácil que era engañar al mundo.
El reflejo
Una mañana, de pie frente al espejo de su tocador, Celeste se quedó observando su propia sonrisa. La practicaba como si fuera un arma. Sonrisa leve, casi tímida, que inspiraba ternura. Sonrisa amplia, desbordante, que contagiaba entusiasmo. Incluso había perfeccionado una sonrisa frágil, con los ojos vidriosos, para parecer vulnerable en los momentos adecuados.
Detrás de cada gesto, sin embargo, se escondía la nueva Celeste: la que había visto morir a un hombre bajo sus manos.
Se dio cuenta de que esa era su verdadera ventaja. Nadie sospecharía de una joven educada, dulce, activa en causas benéficas y rodeada de privilegios. Nadie imaginaría que bajo ese disfraz habitaba un monstruo en formación.
En ese instante, mientras delineaba sus labios frente al espejo, comprendió que el secreto de su venganza no era solo matar. Era ocultarse a plena luz.
El baile de la élite
Pocas semanas después, los Montenegro fueron invitados a un baile de gala organizado por la familia Llorente, en honor al difunto magnate. La ironía era grotesca: Celeste, la asesina, caminando entre los dolientes disfrazados de amigos.
La sala estaba llena de vestidos brillantes, copas de champán y música de orquesta. La gente hablaba de Llorente como si hubiera sido un santo, un visionario. Celeste escuchaba en silencio, sintiendo cómo la bilis le subía a la garganta. ¿Santo? Ese hombre había comprado a su hermana como quien adquiere una propiedad.
Pero ella sonrió. Acarició la mano de viudas llorosas, se inclinó para besar mejillas con afecto, escuchó anécdotas insulsas. Algunos periodistas la fotografiaron junto a sus padres, comentando lo admirable que era la joven Celeste, tan comprometida con la sociedad.
Lo que nadie notó fue el detalle: mientras todos brindaban por la memoria de Llorente, Celeste recorría con la mirada el salón como una depredadora. Reconocía rostros, buscaba nombres. Allí estaba Martín Salvatierra, banquero influyente cuya firma también aparecía en los documentos de la caja. Allí, Damián Ríos, político local que había facilitado trámites ilegales para aquella transacción.
Era como caminar entre fantasmas marcados para morir. Celeste no escuchaba ya la música ni los discursos: solo veía dianas rojas sobre los cuerpos de aquellos hombres.
La paciencia del cazador
No podía precipitarse. Matar a Llorente había sido un golpe arriesgado, pero relativamente sencillo. Para continuar, necesitaba perfeccionar su método. No podía dejar cabos sueltos.
Durante las semanas siguientes, Celeste empezó a estudiar más a fondo a sus próximos objetivos. Se convirtió en una espía silenciosa dentro de los mismos círculos que la idolatraban. Anotaba horarios, costumbres, debilidades. Descubrió, por ejemplo, que Martín Salvatierra tenía un gusto enfermizo por las chicas jóvenes: asistía en secreto a clubes privados donde compraba compañía. Era un hombre vulnerable a su propio vicio.
Celeste supo que ese sería su siguiente blanco. Pero también entendió que debía mejorar su técnica. El estrangulamiento con cuerda había sido efectivo, aunque brutal y lleno de riesgos. Ahora necesitaba algo más limpio, más silencioso, más calculado.
Comenzó a leer sobre sustancias discretas: venenos que podían confundirse con un infarto, dosis pequeñas que podían pasar inadvertidas en un cuerpo envejecido. Pasaba horas en la biblioteca de la universidad bajo el pretexto de estudiar literatura, cuando en realidad devoraba artículos de química, medicina y toxicología.
Su mente, antes llena de sueños ingenuos, se transformó en un arsenal de estrategias letales.
El ángel solidario
Mientras tanto, la otra Celeste seguía brillando. Participaba en campañas benéficas, visitaba hospitales, repartía sonrisas a los niños. La prensa local la bautizó como “El ángel de los Montenegro”.
Cada fotografía que aparecía en las revistas era un recordatorio cruel de su doble vida. Veía su propio rostro en portadas, en columnas sociales, en perfiles digitales, y sabía que bajo esa imagen de pureza se escondía la asesina que todos temían en silencio.
Los noticieros hablaban del misterioso caso de Llorente. Algunos empezaban a llamarlo El Espectro de la Élite. La policía insistía en la teoría del asalto, aunque las pruebas eran escasas. Nadie imaginaba que el espectro estaba allí mismo, sonriendo para las cámaras, abrazando huérfanos, dando discursos sobre esperanza.
Celeste descubrió que esa dualidad la fortalecía. Cada acto benéfico era un disfraz perfecto, un muro contra cualquier sospecha. Nadie, jamás, conectaría a la dulce heredera con la serie de muertes que apenas comenzaban.
La decisión
Una tarde lluviosa, Celeste volvió a abrir la caja oculta en el despacho de su padre. Sus dedos recorrieron otra vez los nombres, las firmas, las cifras. Cada rúbrica era una sentencia de muerte escrita en tinta.
Cerró los ojos y recordó el rostro vacío de Alma en aquella fotografía. La rabia volvió, pura y ardiente.
Entonces decidió que no se detendría nunca. No hasta tachar el último nombre de la lista. No hasta que todos los responsables pagaran con sangre.
Se miró en el reflejo del vidrio del escritorio y apenas se reconoció. Ya no era la muchacha ingenua que lloraba en silencio. Era algo nuevo, algo forjado entre el dolor y la oscuridad.