Martín Salvatierra tenía la sonrisa de los hombres que creen que el mundo les debe algo. Era alto, de modales pulcros y una voz que sonaba siempre medida, como si eligiera cada palabra en función del eco que dejaría en los salones. En los círculos financieros era conocido por "hacer fortunas crecer": un banquero capaz de conseguir préstamos y favores con la misma facilidad con la que otros respiraban. En la caja cerrada del despacho de Alejandro, su firma aparecía entre las más comprometedoras. Para Celeste, eso lo convertía en diana inevitable.
Desde hacía semanas ella lo observaba con la frialdad de quien diseña una partitura. Sabía de sus entradas nocturnas en clubes privados, de sus almuerzos en restaurantes discretos, de la forma en que trataba a la gente como si fueran corrientes que debía encauzar. Lo había visto en el baile de gala, reír con carcajadas estudiadas, recibir aplaudos por su "visión". Ahora, en su cuaderno secreto, Martín era un nombre con una fecha que se acercaba.
Celeste no quiso correr riesgos. Había aprendido que la perfección consistía en la previsión y en la capacidad de desaparecer entre la luz. Por eso, aquella vez, su plan sería tan elegante como la víctima. No detalló en voz alta los pasos; los guardó como quien guarda un secreto sagrado, pero tampoco se permitió recrearse en técnicas. Sabía que descripciones minuciosas podían volverse trampas, y la prudencia era la única aliada real.
Lo primero fue entender su mundo íntimo. Martín, a diferencia de Llorente, tenía varias capas: una vida pública impecable, una privada repleta de pequeñas indulgencias que en su caso se disfrazaban de "gestos de poder". Celeste estudió sus horarios, escuchó conversaciones, cultivó pequeños gestos amables con quienes le servían. Compró sonrisas con donaciones anónimas a una fundación que él frecuentaba; ofreció apoyo a un proyecto que él patrocinaba; se volvió, sin que él lo notara, una presencia pertinente en su órbita.
Ese poder de la insinuación era una de las cosas que más la consumían: ser cercana sin ser sospechosa, como una sombra que acaricia y se va. Cada paso la moldeó. Cada gesto que hacía entre las luces de la sociedad era una puntada más en la tela que le permitiría acercarse sin levantar sospechas.
Mientras tanto, el inspector Gabriel Duarte no dejaba de mirar la ciudad con ojos que ya no le permitían la sencillez de la sorpresa. Tras la muerte de Llorente, su intuición había afinado detalles que antes le habrían parecido triviales. Había algo en la secuencia de muertes que le devolvía a la misma línea: los poderosos, los que habían participado de decisiones turbias. El patrón no era cronológico ni casual; era moral. Y en la moralidad de esos rostros, él buscaba una explicación.
Duarte se topó una tarde con una fotografía vieja en el archivo del caso, tomada en un acto benéfico: Celeste abrazada a niños en una campaña, la cara iluminada por una sonrisa que el lente había congelado en perfecto ángulo. Algo en la composición le pareció forzado; no supo por qué. Guardó la imagen como quien guarda una corazonada y no pronunció su sospecha en voz alta. No tenía pruebas. Tenía instinto.
La noche en que Martín debió caer, la ciudad lloraba un cielo gris. Las calles brillaban con la humedad de la lluvia reciente, y la alta sociedad marchaba a su propio teatro de compromisos. Celeste se presentó en el evento privado que Salvatierra organizó en un club exclusivo con una presencia que no sonaba a alarma: un broche discreto, un vestido sobrio, la sonrisa que sabía sacar en el momento adecuado. Saludó a varios asistentes, conversó de manera superficial con socios y se retiró antes de que la velada tomara un rumbo más extravagante. Había aprendido que la discreción era su mayor arma.
Lo que ocurrió después estuvo envuelto en la sencillez de lo inevitable. Martín fue hallado en su apartamento, muerto. La noticia explotó en los medios como una bomba silenciosa; la policía habló de causas naturales, de un evento súbito que había tomado por sorpresa a la élite. En las horas siguientes, recordé las palabras de su madre al telefonear a su familia, el tono de incredulidad en su voz, el horror sin imágenes. Celeste, por su parte, asistió al velatorio con la compostura exacta: no demasiado rota, no demasiado entera. Lo justo.
Hubo quienes notaron pequeños detalles: un vaso a medio terminar en la mesa del salón donde celebraron el último aniversario de Martín; un mensaje en su teléfono borrado minutos antes de su muerte; la mirada perdida de un asistente que recordaba haber visto a alguien entrar en el edificio esa tarde. Ninguna de esas piezas formó un rompecabezas concluyente. Eran, a lo sumo, retazos para la imaginación.
Para Celeste, la sensación fue distinta. No sintió el éxtasis que imaginaba como clausura. Sí, hubo alivio, una punzada que removía la sopa de rencores, pero lo acompañaba una calma extraña, casi clínica. Había hecho que un nombre dejara de ser sombra y, sin embargo, la victoria se parecía más a un umbral que a una llegada. Cada muerte hacía más evidente el riesgo: la posibilidad de equívocos, de miradas que empezaran a encenderse en su dirección.
El inspector Duarte, por su parte, movió fichas. No tenía pruebas directas contra Celeste, pero sí un tejido de coincidencias que le obligaba a mirar hacia la familia Montenegro con más insistencia. Pidió informes, cotejó agendas, habló con colaboradores. Un portero de un edificio cercano mencionó haber visto a una mujer con capucha cerca del bloque de Salvatierra días antes; un empleado del club recordó haber servido una copa a Martín que alguien pidió en su nombre. Las piezas flotaban sin encajar.
En la mansión, la vida continuó con su teatralidad. Valeria recibió llamadas de condolencia, Alejandro participó en comités de duelo y Celeste, siempre en el borde del escenario, dio una pequeña declaración pública sobre la fragilidad de la vida y la importancia del apoyo mutuo. Los periodistas la aplaudieron por la elocuencia. Sus padres la miraban con orgullo no sospechado -orgullo que, para ella, tenía la textura de un cuchillo frío.