La máscara de celeste

Capítulo 6:El Espectro Toma Forma

La ciudad aún comentaba la inesperada muerte de Martín Salvatierra. Algunos lo recordaban como un visionario de las finanzas, otros murmuraban sobre sus vicios ocultos. Nadie coincidía en nada, salvo en una idea repetida con voz temblorosa: los poderosos estaban cayendo uno a uno.

El nombre del misterioso Espectro de la Élite corría como pólvora entre titulares, tertulias y cafés de esquina. Para la policía, era un asesino calculador que elegía víctimas de peso. Para la sociedad, una sombra que despertaba miedo y fascinación. Para Celeste, en cambio, no era un fantasma. Era un espejo.

El peso de dos muertes

En la soledad de su habitación, la muchacha repasaba mentalmente los dos nombres tachados de la lista: Llorente, Salvatierra. Cada muerte había sido un golpe de justicia, sí, pero también una carga. No podía negar que había noches en las que el insomnio la torturaba con imágenes de manos retorciéndose, de rostros que se volvían morados bajo la presión de su odio.

Sin embargo, cada vez que la duda la rozaba, recordaba la fotografía de Alma en los documentos. Esa mirada vacía le devolvía la convicción. Si su hermana había sido condenada a una vida de sombras, ¿por qué los culpables merecerían seguir brillando bajo las luces?

Celeste ya no se preguntaba si debía seguir. Solo pensaba en cómo hacerlo mejor.

Duarte conecta los hilos

El inspector Gabriel Duarte llevaba semanas sin dormir bien. El caso del Espectro lo obsesionaba. Se sentaba en su oficina frente a un mural improvisado con fotografías, recortes de prensa y mapas con alfileres.

Había líneas que unían a Llorente y a Salvatierra, conexiones financieras, reuniones sociales, amistades compartidas. Y en el centro, una familia cuyo nombre aparecía siempre en los mismos círculos: los Montenegro.

Duarte no podía señalar con pruebas a Celeste, pero su instinto le gritaba que esa joven de rostro angelical sabía más de lo que aparentaba. Había algo en la serenidad con la que se movía en las galas, algo en su sonrisa perfecta que no encajaba con la tragedia que rondaba a su alrededor.

Un colega lo advirtió:
—Ten cuidado, Gabriel. Si empiezas a señalar a los Montenegro sin pruebas, te vas a ganar enemigos muy poderosos.

Pero Duarte no buscaba enemigos ni aliados. Buscaba la verdad.

El siguiente nombre

En los papeles de la caja, Celeste había identificado a un político: Damián Ríos, diputado local que había facilitado trámites y silencios para concretar la “transacción” de Alma. Era un hombre con discurso patriótico y rostro de hombre sencillo, pero en privado llevaba una vida de excesos que se ocultaba tras cortinas de respeto.

Para Celeste, representaba una ironía insoportable: alguien que hablaba de familia y valores, mientras había vendido la vida de una muchacha a cambio de favores y poder.

Pero matar a un político era diferente. Su muerte podía provocar más revuelo que la de un banquero o un empresario. La seguridad era mayor, la visibilidad también. Si quería tachar su nombre, debía hacerlo con la precisión de un cirujano.

La doble vida se perfecciona

Mientras trazaba sus planes, Celeste seguía con su papel de hija perfecta. En los periódicos apareció una fotografía suya entregando donativos a un hospital infantil. En redes sociales circulaban videos de sus palabras llenas de dulzura, hablando sobre esperanza y solidaridad.

“Un ángel en tiempos de sombras”, tituló una revista local.

Celeste lo recortó y lo guardó en un cajón, no por orgullo, sino como recordatorio de la máscara que debía mantener impecable. Cuanto más la sociedad la venerara, menos sospechas habría sobre la verdad.

En las reuniones familiares, su madre la elogiaba sin cesar:
—Eres la joya de esta familia, Celeste.

Ella sonreía, agradecida en apariencia. Pero por dentro sentía un nudo en el estómago cada vez que escuchaba esas palabras. Joya de la familia… ¿de la misma familia que había destruido a Alma?

Duarte se acerca

Una noche, Duarte se infiltró en una de las galas benéficas organizadas por los Montenegro. Caminó entre trajes y vestidos de lujo, fingiendo ser un invitado más. Su mirada se detuvo en Celeste, que conversaba con un grupo de señoras mayores mientras repartía sonrisas y gestos amables.

La observó durante minutos, analizando cada detalle: la postura erguida, el brillo calculado en los ojos, la manera en que sabía cuándo inclinar la cabeza para inspirar ternura.

“Esa chica está actuando”, pensó Duarte. No tenía pruebas, solo corazonadas, pero estaba convencido de que la verdadera Celeste se escondía tras un guion aprendido al milímetro.

Cuando intentó acercarse, fue interceptado por Alejandro Montenegro, que lo saludó con una sonrisa cortés y una mirada que destilaba advertencia. Duarte supo que no podía arriesgarse a interrogar a la hija en ese ambiente. Pero se prometió que encontraría el momento adecuado.

El plan contra Ríos

Celeste decidió que el mejor escenario para atacar a Damián Ríos no sería en público, sino en privado. Sabía que el político acostumbraba visitar un apartamento discreto en las afueras de la ciudad, donde recibía a amantes y cerraba tratos lejos de los reflectores.

La información llegó a ella gracias a una conversación escuchada al vuelo en un evento. Bastó unir piezas: un chofer indiscreto, una secretaria distraída, un rumor que corría entre camareros.

Durante semanas, Celeste estudió los alrededores del apartamento. Aprendió los horarios del diputado, las rutinas de los guardias, los intervalos en los que quedaba solo. Cada detalle se grabó en su mente como notas de una melodía mortal.

Pero esta vez, no quería dejar huellas visibles. No podía permitirse que la policía relacionara un tercer asesinato con un patrón evidente. Por eso, empezó a planear algo distinto: un golpe que pareciera un accidente, una muerte que no despertara sospechas de homicidio.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.